Parroquia

La Santísima Trinidad (Málaga)

Homilía del Domingo

Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto

Lc 16, 19-31

DOMINGO XXVI T.O-C

Ciclo C

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Imagínate una persona muy espiritualista, en el sentido negativo de la palabra. De los que, olvidándose y despreocupándose de lo que les rodea, sólo quieren centrarse en Jesús; de aquellos que sólo tienen ojos para él y, claro, no pueden mirar al mundo y sus circunstancias. Ése o ésa, puede ser tú o yo. Y sigue imaginándote que esa “alma espiritualista” sólo mira a Jesús, pero lo mira bien; es decir, lo contempla en el mejor de sus retratos, los evangelios. Entonces, a poco que mire, se dará cuenta que a Jesús le gustaba tanto las horas de soledad y oración como el estar con la gente y el pueblo. Tan es así que empezó a caminar sólo con el rumbo que le marcaba el Espíritu y tan libre como los que no tienen nada. Y de pronto se encontraba hablando con su Padre en el monte como, poco después, hablando a la gente y curando a los enfermos.

Y nuestro “espiritualista” irá descubriendo que Jesús era profundamente espiritual, que tenía una experiencia original, profunda y genuina de Dios. Desde lo que había escuchado siempre en la sinagoga, para Jesús Dios era el auténtico Rey, el monarca que servía a su pueblo, pero se ocupaba con ternura de los más pobres y desfavorecidos. Por eso, conforme iba descubriendo que tenía que anunciar el Reino de Dios, sabía que tenía que hacerlo siendo signo de un Padre, Rey de los pobres. Y nuestra “alma espiritualista” se dará cuenta de cómo el mismo Jesús que se aparta a la soledad, busca la presencia de las masas más empobrecidas de su tiempo. Y las busca no porque sean “pobres buenos”, que los habría de todo tipo; sino porque, más allá de su ética, eran pobres y sufrían, eran los miserables de la época, los prescindibles de la sociedad. Y no les animaba a una esperanza mágica, no los engañaba con soluciones fáciles y rápidas; sino que les hablaba de un Dios que se movilizaba a su favor porque los amaba; y lo hacía enviando a su único hijo, principio del Reino y motivo de esperanza.

Así, un día Jesús les contó un cuento a unos fariseos. De forma sencilla, hizo un perfecto análisis de la realidad. Le habló de alguien que, teniendo mucho, no tenía ni nombre, simplemente era un rico. Vivía muy bien, pero sobre todo indiferente a lo que acontecía a su alrededor. No tenía la sensibilidad necesaria para mirar y descubrir a personas, con nombre y dignidad, que vivían muy cerca de él despojados de lo más elemental. Eran los tirados al nivel de los perros que le lamían las llagas. Y así podemos vivir muchos años, cada cual con la suerte que le toque. Pero llega un momento, y siempre llega, que algo rompe la inercia, donde ya no puedes mirar para otro lado, donde no puedes apartar los ojos de la verdad, tuya, de los demás y del mundo. Es cuando el rico se da cuenta que su actitud de vida tenia una responsabilidad. Y Lázaro experimenta cómo era cierto que había esperanza. Y nuestra “alma espiritualista” (que puedo ser yo) pensará en el purgatorio; que sin saber bien lo que es, dejará de ser una imagen terrorífica de llamas y almas sufrientes, para considerar que no puedes vivir con indolencia e indiferencia y después “irte de rositas”.

Pero cuando el deseo exacerbado de espiritualismo se ve amenazado por una contemplación correcta de Jesús, siempre queda el recurso de volver la mirada a la Virgen María; porque siempre pensamos que para ser pura es necesario estar apartada. Entonces es cuando nos la imaginamos en la fuente recogiendo agua, acercándosele uno de tantos desplazados por el hambre de su época o por la política de su tiempo. Es probable que tengamos la tentación de proyectarle a ella nuestros pensamientos y temores: “A saber con qué intención viene”; “éste no es como nosotros”; “como no teníamos problemas dentro, otro de fuera”. Pero no, que Dios nos libre la tentación de contagiar de nuestras indiferencias a aquella que vivía “sine glossa”, sin comentarios, el Evangelio.

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