Lo que cuenta es la fachada… Es una consigna silenciosa. Lamentablemente vivimos un mundo donde lo que cuenta es la fachada, la apariencia, sin profundizar en el interior. Se ha perdido la «mirada profunda», que contempla lo que se trama en la «bodega interior» del ser humano. Sin embargo, a Dios le gusta mirar lo profundo del corazón. Dice el Eclesiástico: el Señor es juez, y para él no cuenta el prestigio de las personas, no hay acepción de personas en perjuicio del pobre… La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino.
El Evangelio de Lucas nos ofrece una tercera parábola sobre la oración. De nuevo dos protagonistas: un fariseo arrogante y un humilde publicano. El fariseo, erguido, alardea: Oh Dios, te doy gracias, porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano… Ayuno dos veces, pago el diezmo. El publicano, en cambio quedándose al fondo del templo, no se atrevía ni a levantar la mirada, sino que se golpeaba el pecho, diciendo para sí: Oh Dios, ten compasión de este pecador. Contemplemos con más detenimiento a los dos protagonistas.
El fariseo, ora de pie delante de Dios y se empeña en un autoelogio exagerado: aunque comienza alabando a Dios: Oh Dios, te doy gracias… se alarga en una perorata comparativa con los demás, resaltando su supuesta pureza y rectitud: no soy como los demás hombres, ladrones, adúlteros… Incluso se compara, juzgando, con el publicano que se oculta de rodillas al final del templo: ni tampoco como ese publicano… Y la arrogancia alardea: Ayuno dos veces, pago el diezmo… Aparentemente su vida parece encomiable, pero su comparación negativa con los otros lo aísla de su relación con los demás y con Dios. Su oración no es diálogo humilde con «quien sabemos que nos ama», sino un monólogo arrogante de un «ego panorámico» que solo se ama a sí mismo, sin dejar espacio a Dios al prójimo.
El publicano, permanece de rodillas, siente su indignidad ante los ojos de Dios, sin atreverse a levantar la vista. No se presenta ante Dios con un catálogo de derechos y deberes cumplidos sino con la desnudez de quien sabe que no puede esconder nada a su mirada. Por eso, Dios, que no se detiene en la apariencia, reconoce su corazón arrepentido. Los gestos del publicano: permanece en el anonimato del fondo, postrado, los ojos al suelo y golpeándose el pecho, son ya oración y no necesitan muchas palabras. Un detalle: el fariseo emplea veintinueve palabras para justificarse, el publicano sólo siete para pedir perdón: Oh Dios, ten compasión de este pecador.
Jesús nos brinda la enseñanza de la parábola que termina de forma imprevista: Os digo que este publicano bajó a su casa justificado, y aquel fariseo no. La prepotencia bloquea la relación con Dios y mina la relación fraterna. A Dios agrada el corazón humillado y arrepentido. La parábola concluye: Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
San Pablo, pronto a morir, abre su corazón a su discípulo Timoteo, dejándole su testamento: He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe… Me aguarda la corona merecida con la que el Señor me premiará. Esta oración del apóstol, no brota de la prepotencia de Saulo, perseguidor de cristianos, sino de Pablo, derribado de su orgullo por el amor de Dios.
Tuit de la semana: El fariseo es arrogante, el publicano humilde. La actitud de tu corazón marca tu oración. ¿Cómo es mi oración, humilde o arrogante?
Alfonso Crespo Hidalgo