No temáis… estad preparados. Son palabras de ánimo que el Maestro vuelca a sus discípulos: No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. Por tanto, no acumuléis bienes en la tierra, haceos un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones…
Vivimos con una la mirada corta, puesta en expectativas inmediatas: tener éxito, popularidad, alcanzar poder o dinero… Incluso, a veces, nos contentamos con «sobrevivir dignamente». Expectativas y esperas que son deseos o temores y que, lejos de tranquilizarnos, nos inquietan, pues nadie puede garantizar con seguridad el logro de las mismas. Los tesoros que acumulamos en esta tierra, están siempre expuestos al ladrón y a la polilla.
El cristiano, fundamentado en su fe, alarga su mirada más allá de los logros de esta vida. Su expectativa no se cierra en simples acontecimientos o cambios favorables, sino que se abre a la espera de Alguien a quien ama y por quien se siente profundamente amado. Por eso, el futuro para él no es una simple espera de conseguir objetivos a corto plazo, sino una esperanza confiada y serena del encuentro con Alguien que nos aguarda al final y nos ofrece un horizonte de eternidad hacia el que dirigir nuestra mirada. El creyente vive las expectativas terrestres, pero la esperanza que brota de su fe presta a aquellas un sentido y un contenido, para que no degeneren en inquietud angustiosa, sino en esperanza gozosa.
Sin embargo, muchas veces, los mismos creyentes, ajetreados por las inquietudes y preocupaciones que agitan a los demás humanos, no sabemos mostrar ante el mundo «la razón de nuestra esperanza», y privamos a los demás de la orientación que precisan y que muchos secretamente anhelan.
No esperamos los cristianos en un Dios que está allá arriba limpio y lejano, sino en un Dios que actúa en «lo profundo de la vida de cada uno», en el aquí y ahora de cada día, moviendo la historia hacia una meta que sería imposible sin Él. Un Dios que en Jesucristo se acerca a nosotros como consejero fiel y nos advierte: donde está tu tesoro, allí está también tu corazón. No pongas tu corazón en lo efímero, vive la vida anhelando lo eterno, aguardando como el siervo que espera que vuelva su señor de la fiesta para servirle. Si, al volver de improviso, lo encuentra vigilante, el mismo señor lo sentará a la mesa y será su servidor. Y nos advierte el Señor: estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre… No quiere el Maestro «meter miedo en el alma», sino poner cordura en el corazón para trabajar por los bienes que aseguran una vida eterna. Así, la dureza del camino se alivia por la meta prometida.
Para caminar hay que «creer». Abraham fue un caminante hacia lo imposible. Pisó y sudó esta tierra, pero se apoyó en la palabra de Dios: sé de quien me he fiado, exclama el hombre de fe. Y cuando sus fuerzas humanas llegan al límite, aparece la mano amable de Dios para hacer posible lo imposible. Quien cree, espera y ama. Quien espera, valora con realismo las cosas de la tierra, pero no se esclaviza de ellas. El que espera, ama al mundo, pero camina sobre él con el rostro levantado hacia el Señor.
Tuit de la semana: No es bueno caminar, mirando solo al suelo. ¿Sé alargar mi mirada más allá de lo inmediato y aguardar con fe y esperanza la eternidad?
Alfonso Crespo Hidalgo