De bien nacidos es ser agradecidos. La Buena Noticia del Evangelio es un camino de ida y vuelta: la ida de la compasión de Dios y la vuelta del agradecimiento humano. Pero es un camino interrumpido con frecuencia: abunda la compasión de Dios y escasea nuestro agradecimiento. De corazones agradecidos y bien nacidos hablan la primera lectura y el Evangelio. En los dos pasajes se trata de curaciones de lepra: esa enfermedad maldita de la antigüedad, regulada con leyes de aislamiento vergonzante. En el Antiguo Testamento se trata de Naamán, mandatario sirio curado por la mediación del profeta Eliseo, que le manda bañarse siete veces en el Jordán; en el Evangelio son diez leprosos que suplican curación y Jesús les ordena que cumplan la ley de presentarse a los sacerdotes y yendo de camino se sienten curados instantáneamente. Y sigue el paralelismo: Un extranjero, Naamán, al sentirse curado, agradece y proclama que sólo adorará al Dios verdadero; otro extranjero, un samaritano, es el único de los diez leprosos que vuelve a dar gracias a Jesús y gloria a Dios. El Maestro lo acoge, dolido por la ingratitud de los otros nueve, y le asegura la otra curación, salvación por su fe: Levántate y vete, tu fe te ha salvado.
Veamos varios contrastes en la oración y los orantes. En la oración, predomina la oración de petición: ¡cúrame! Y decae la oración de acción de gracias: diez leprosos piden curación, solo uno vuelve a agradecerla. Este diez por ciento es significativo de una actitud generalizada y enraizada en nuestra psicología: para pedir somos muchos, para dar gracias son menos los que vuelven. Todos formamos parte de esta estadística.
Los protagonistas, los orantes, curiosamente son extranjeros, no pertenecen al círculo cerrado de Israel, sin embargo, son curados. Se significa la universalidad de la salvación, que no nos viene por la raza o la nación de pertenencia, por la herencia que llevamos, sino por un encuentro con el Señor, al que reconocemos como Salvador.
Dios se compadece de cada ser humano. Quizás no hemos acabado de entender del todo esta expresión. Entendemos por compasión «sentir lástima», dar algo de limosna o tender desde la distancia una mano amistosa para salir del paso. No es esta la compasión evangélica. Compasión significa compadecer, «padecer con alguien», compartir su dolor o su sufrimiento; ponerse a su altura y decirle, «yo camino contigo en tu dolor».
La lectura de la carta a Timoteo, nos regala un reflexión de san Pablo, casi un himno de agradecimiento: Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos… Jesucristo, el Hijo de Dios es la encarnación de la misericordia y compasión de Dios: Dios se abaja hasta hacerse un hombre más, se suma a sus dolores, hasta la muerte, y se hace uno de tantos, menos en el pecado. Y nos promete: si morimos con él, también viviremos con él; si perseveramos, también reinaremos con él… Si somos infieles, él permanece fiel…
Dios ha recorrido el «camino de ida» de la compasión, haciendo de la historia del hombre una Historia de salvación. Pero falta recorrer con más frecuencia el «camino de vuelta» del agradecimiento, de la conversión y acción de gracias. El evangelio de hoy nos invita a tener un corazón agradecido.
Tuit de la semana: Dios siempre permanece fiel en su compasión; nosotros, con frecuencia, olvidamos darle gracias. ¿Solo pido, o también doy gracias?
Alfonso Crespo Hidalgo