¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego? Con esta fría pregunta comienza el trato más famoso Judas Iscariote, discípulo de Jesús. El Evangelio prosigue con laconismo: se ajustaron en treinta monedas de plata. Fue un acuerdo fácil, cerrado con nocturnidad y alevosía. Y sentencia el relato: desde aquel día andaba buscando la ocasión propicia para entregarlo.
¡Qué fácil es cerrar una traición! El Maestro consciente de que ha llegado su hora, prepara una fiesta de despida con los amigos: hay que celebrar la Pascua. Y da las órdenes oportunas: Id a casa de quien vosotros sabéis, y decidle: el Maestro quiere celebrar la Pascua en tu casa con los discípulos. La generosidad de aquel anfitrión hizo posible la preparación de la estancia para una Última Cena.
Jesús, sentado a la mesa, quiere abrir su corazón a las confidencias. Les quiere mostrar a los discípulos que es plenamente consciente del momento: uno de vosotros me va a entregar, dirá en alta voz como un desafío. Y los comensales, desconcertados, quieren eludir la responsabilidad y preguntan angustiados, de uno en uno: ¿Soy yo acaso, Señor?
Ni en estos momentos de angustia saben los discípulos ponerse junto al Maestro. Simplemente quieren eludir responsabilidades y «quitarse el muerto de encima». Lo realmente importante para estos corazones egoístas no es que Tú, el Maestro y Amigo, vas a morir, sino que ellos no quieren aparecer como culpables.
El Maestro sentencia que aquel que moje el pan el su plato será el traidor. Judas, con el descaro que da la mentira, preguntó, quizás en voz baja: ¿Soy yo acaso, Maestro? Jesús respondió, como un gemido ahogado por el sinsabor de la traición: Tú o has dicho. Sí, todos sabemos el nombre del traidor más famoso de la historia, Judas Iscariote; sin embargo, en aquel plato de sopa, donde mojó su pan el traidor, todos metimos la mano.
Son momentos dramáticos que anuncian la tragedia. En la antesala de la Pasión, antes de subir al madero, el Maestro vive el peor de los suplicios: «la cruz de la soledad, asegurada con los clavos de la traición y la mentira». Se quedó sólo… El relato evangélico nos dirá que después de la cena salió al Huerto de los Olivos a orar y que los íntimos se quedaron dormidos. El Maestro vive la soledad de quien contempla como, ante el dolor de los momentos finales de su vida, los amigos duermen plácidamente.
Tu muerte, Señor, fue acompañada del aplauso de muchas manos egoístas cerradas por el pecado. Pero desde la Cruz, Señor, fuiste capaz de volver a darle al hombre la capacidad de abrir las manos para darse y entregarse. Comenzaste Tú, abriéndolas en la Cruz con un abrazo de amor y perdón. Y nos invitas a nosotros a abrirlas para ser cirineos de tantos «cristos abandonados a la cruz de su soledad», esa «muerte lenta». Pero también el Cenáculo es testigo de la mejor medicina, sus paredes recogieron el mejor mandamiento: amaos unos a otros, como Yo os he amado. El amor fraterno, cura la soledad más amarga.
Tuit del día: Vivimos una sociedad experta en «quitarse los muertos de encima». Ante la soledad de algunos, quizás no soy responsable, pero ¿soy cómplice?
Alfonso Crespo Hidalgo