Hay algunas parábolas que impactan. Una de ellas, es la del «buen samaritano». Cada vez que la escuchamos, sentimos la fuerza pedagógica de Jesús que nos hace imaginar una escena en la que nos vemos retratados, aún sin quererlo. El comentario que os ofrezco nace de las páginas del libro Jesús de Nazaret del papa Benedicto XVI.
La parábola surge como respuesta a una pregunta que un doctor de la Ley hace a Jesús: ¿Maestro, que tengo que hacer para heredar la vida eterna? Es la pregunta que todos nos hacemos: ¿Cómo me puedo salvar? Jesús le responde que ya está escrito en la Ley: amar a Dios y amar al prójimo. Pero, el que preguntaba insiste: y ¿quién es mi prójimo? Jesús responde con una hermosa parábola.
Un caminante cayó en manos de unos bandidos que lo desnudaron, lo molieron a palos y lo abandonaron medio muerto. Nos detenemos en un detalle: lo desnudaron. No se trata solo de quitar una túnica. La desnudez, en la Biblia, es un signo de pecado, de haber perdido la dignidad de hijos de Dios. Adán y Eva, cuando pecado «quedaron desnudos». Podemos ver en este hombre de la parábola a todo aquel que ha perdido su dignidad de hijo de Dios, porque se ha apartado de él, porque ha querido hacer su propio camino lejos del Padre Dios y se ha visto asaltado, desnudado y abandonado en la cuneta de la vida. A veces, aunque vestidos, podemos estar desnudos por el pecado.
Un sacerdote y un levita pasan de largo. Son los representantes de las instituciones, los que oficialmente tendrían que haber salido en auxilio de este herido. Es curioso lo que el evangelio señala de los dos: al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Ellos, lo vieron, pero… No cabe la excusa. También podemos vernos reflejados en estos personajes de la parábola: los que pasan de largo ante la necesidad del otro, con excusas pertinentes.
Pero, hay alguien que cambia la historia: un samaritano, que iba de viaje, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas. Fijémonos en los tres verbos que ponen en movimiento una serie de actitudes: «verlo», reclama que no solo me mire a mí mismo; «acercarse», requiere salir de mi comodidad; y «compadecerse», pone en movimiento el corazón que vence a la razón. Seguramente el samaritano pensó: «no me meto en líos»; pero el corazón le dictó: «este herido te necesita». Y el corazón alcanza lo que la razón no mueve. «Compadecerse», es «conmoverse las entrañas»; no es una actitud que se queda en un sentimiento inmóvil de lástima, sino que mueve a la acción: buscar la ayuda necesaria para socorrer las necesidades del otro.
Benedicto XVI, nos dice que Jesús es este «buen samaritano», que se acerca a nosotros cuando estamos tirados en la cuneta de la vida: desnudos de nuestra dignidad y heridos por el pecado. Jesús se detiene ante nosotros: nos cura con el aceite y el vino, que simbolizan los sacramentos… Y nos lleva a la posada, «montados en su propia cabalgadura», yendo él a pie. Podemos ver en la posada un símbolo de la comunidad, de nuestra Iglesia. Aquel hombre solo tirado en la cuneta, es ahora una persona acompañada, cuidada y acogida. Con esta parábola, el Maestro ha respondido a la pregunta: ¿Qué tengo que hacer para salvarme? Lo que hizo Jesús, el buen samaritano. La parábola termina, con un mandato: Anda y haz tu lo mismo.
Tuit de la semana: Todos hemos encontrado a personas tiradas en la cuneta. ¿Ante quien tengo que detenerme, cuidarle y reincorporarlo a la comunidad?
Alfonso Crespo Hidalgo