Parroquia

La Santísima Trinidad (Málaga)

Homilía del Domingo

¿Martes cualquiera o jueves santo?

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Ciclo A

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¿Martes cualquiera o jueves santo?

Antonia vive en la zona sur de la ciudad, la capital de su país. Allí no hay pisos altos, ni oficinas, ni centros comerciales. Vive en un modesto barrio al pie de las montañas verdes y a la entrada de un valle hermoso. Tras una cara curtida por los años se vislumbra un rostro bello de alguien que ha vivido, trabajado y sufrido mucho. Su marido no le dio buena vida: borracho, mujeriego y maltratador. Pero su cultura le decía que la mejor esposa era la que más aguantaba porque los hombres son así. Y ella se resignaba y sacaba adelante su casa trabajando horas y horas en un puestecito de comida en la calle. Sus hijos la adoran. Ya son mayores y a todos no les ha ido bien, pero reconocen lo que su madre ha hecho por cada uno de ellos.

Antonia ya no trabaja en la calle. Su marido murió hace tiempo y con ella viven solo alguno de sus hijos. Su casita es muy modesta: una cocinita donde sigue haciendo algunas empanadas por encargo, su habitación y la de sus hijos, un pequeño cuarto de baño y, sobre todo, su gran patio protegido del sol por unos mangos que plantaron sus abuelos. Ahora dispone de tiempo. Siempre ha sido una mujer religiosa y en esta etapa de su vida es cuando más comprometida puede estar en su parroquia. Con D. Álvaro el párroco no se lleva muy bien. Le recuerda en las formas a su marido. Pero con D. César, el otro cura, ha conectado estupendamente. La escucha con devoción. Antonia no habla bien. En su cabeza hay una idea que no termina de salir porque no encuentra palabras para poder ser expresada. Lo primero que le salen son las lágrimas en los ojos. Después va surgiendo a borbotones intermitentes el torpe discurso. Pero D. César dice que cuando consigue expresarse regala una homilía con sabor a evangelio. Ella dice que lo suyo es el cuidado de los pobres (como si ella no lo fuera).

Los martes por la mañana se la ve temprano salir de su casa. Haciendo la señal de la cruz agarra su bolso y se dirige a donde vive D. Olegario. Este es un viejo huraño que vive solo en una chabola de latón y plástico. Los niños se burlan de él. Antonia tiene la habilidad necesaria para dejar que el anciano la deje entrar en lo que él llama su casa. “D. Olegario, ¿desde cuándo no se lava?”. El pobre viejo ni rechista. “Vamos, mi hijo, quítese los sandalias. ¡No ve cómo tiene las uñas! Las tiene clavaditas en la carne”. No sé cómo los apóstoles tendrían los pies cuando Jesús se los lavó en la última cena, pero los de D. Olegario… Después de muchas vueltas y visitas terminó en casa de Doña María. Era una viejecita canosa, delgada en extremo, sin apenas dientes y acostada en el rincón de una habitación oscura que hacía de todo. “¿Se puede, Doña María?”. “Pase mi hija”, se escuchó una voz tenue salida de la sombra. Cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad se vio donde con tanta frecuencia estaba, al lado del camastro de la vieja que sonreía ante la visita. De mesita de noche tenía un altarcito lleno de estampas, imágenes, velas y fotos de seres queridos. Una de ellas era la Última Cena donde Jesús daba el pan a sus apóstoles. “¿Doña María quiere usted que recemos la novena al Niño Dios?”. Y la anciana sin decir nada cerró los ojos y juntó sus manos. Antonia sacó del bolso el librito de la Arquidiócesis y leyó las lecturas de ese día. La abuela no era de mucho comer, primero porque tenía poco, segundo porque ya no tenía mucho apetito. Pero Antonia le sabía entrar. Y agarrando la estampa de la Sagrada Cena se la ponía en manos de la vieja. Y conforme pellizcaba un trozo de pan que mojaba en una agüita caliente le iba diciendo: “Ya sabe, Doña María, tomad y comed todos de él”. Y con una sonrisa devota la anciana abría su boca desdentada y tomaba el pan migado. Esto ocurría un martes cualquiera, pero sonaba mucho a un Jueves Santo.

Pepe Ruiz Córdoba

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