HOMILÍA, MARÍA MADRE DE DIOS (1 enero 2022) – Lc 2, 16-21
Estando hecha de la misma pasta, la última hoja del diario antiguo y la primera del recién estrenado son distintas. Tienen el valor simbólico de lo que acaba y de lo que empieza; del tránsito a una nueva etapa donde se depositan sueños e ilusiones. ¿Qué tienen el 31 de diciembre o el 1 de enero que no tengan cualquier otro día del año? Pues poseen la capacidad de presentarnos un futuro diferente donde todo puede mejorar o ser mejor. Para nosotros en este día se agolpan muchos motivos de celebración: al Niño le ponen Jesús, celebramos a su madre y pedimos por la paz.
Cuando una persona comienza de una manera y termina bruscamente de otra se dice que tiene “salida de potro andaluz y parada de mulo manchego”. Esta licencia nos la permitimos por ser María quien es. Y es que esos bríos iniciales de quedarse embarazada, ponerse en camino para ayudar a su prima en la región montañosa y cantar el “proclama mi alma la grandeza del Señor”, se tornan en una postura más pasiva. Ante tanto pastor que va y viene diciendo lo que le habían dicho del niño, ante tanta gente admirada, ella “por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”. Todo lo que ha vivido y está viviendo debe ser reposado, debe fermentar, debe ser mantenido en el silencio, deber dejarse iluminar, debe aguantarse para que geste y dé a luz el mensaje y el significado que lleva dentro.
Hoy nos toca celebrar a María por ser la madre de Dios, por el vientre en el que lo llevó y los pechos que lo criaron. Pero esta realidad es inseparable de su ser mujer creyente que vive a la escucha de la palabra de ese Dios y que se pone al servicio de ella. ¿Os imagináis a María junto al pesebre ajena, desparramada y distraída junto al Misterio que solo le toca la piel? La embarazada de Dios lo conserva y lo medita todo porque sabe que todo está preñado de Dios.
Y siguiendo el mensaje del Papa para esta Jornada Mundial de La Paz, desde su mirada contemplativa observaría tres realidades. La primera, como dicen muchos: “Qué pena llegar a viejo”. En el contexto desde el que se escribe esta reflexión el viejo es el que tiene la mala suerte de no ser joven. Porque da grima ver andar con carrito, tener la cara llena de arrugas, ser torpe en el hablar y en el pensar o necesitar pañal como los nietos. Pero solo acogiendo esta realidad, conservándola en el corazón e iluminándola con la Palabra podremos dar el paso a crear un puente que haga posible el encuentro entre los que tienen la memoria y los que deben continuar el futuro. La segunda: en ocasiones somos testigos de algo que, afortunadamente, nos resulta insólito, y es que alguien, sin el menor miramiento, tira algo a la calle con la menor sensibilidad por lo común. Sin generalizar, ese gesto suele decir mucho. Pero es que el que lo ha hecho, normalmente, tiene que educar a otros que, probablemente, también lo harán. Y si ese desprecia lo de todos tirando un papel a la calle, ¿no lo hará de otras formas más profundas? De ahí que, todo lo que invirtamos en educación lo hacemos en el futuro. Pero, ¿cómo hemos organizado este mundo para gastar mucho más en armas para defendernos que en recursos para educar? La tercera: todos queremos una casa, una familia, poder pagarla, mantenerla y cuidar de nuestra familia. Para ello se necesita poder respirar y poder trabajar. Las dos cosas son igualmente naturales. Cuando no tienes trabajo te cortan la respiración: el comer se te complica, el dormir se altera, una factura se teme, una avería desquicia, tu imagen se devalúa, tus potencialidades se desperdician, los sentimientos sobre ti mismo se agrian.
¡Y pensar que para muchos de nosotros, seguidores de Jesús, no pega esto de la Paz con la devota fiesta de María, madre de Dios!