Cuentan que allá por el año 304 en Abitina, una pequeña localidad de la actual Túnez, 49 cristianos fueron sorprendidos celebrando la eucaristía desafiando la prohibición del emperador. Llevados a Cartago para ser juzgados, ante la pregunta de cómo se habían atrevido a desobedecer las órdenes imperiales, un tal Emérito respondió en latín: “Sine dominico non possumus” (Sin la eucaristía no podemos vivir).
Muchos siglos después, ¿serían muchos los cristianos que pudieran hacer suya esta frase? Es probable que menos de los que desearíamos, pero no dejamos de creer en el poder regenerador y rejuvenecedor del Espíritu. En esta Europa descristianizada cada vez menos personas participan de la eucaristía. Muchos de los que lo hacen es la única vinculación que tienen con la Iglesia; y sólo Dios sabe cómo esa celebración configura sus vidas en los diferentes órdenes. La mayoría de las celebraciones tienen un carácter individualista donde el aspecto comunitario brilla por su ausencia. Los ritos y las oraciones son en muchos casos poco comprensibles y demasiado alejados de la vida. No siempre las homilías están suficientemente preparadas de forma que ilumine y alimente la fe. Quizás no sean pocos los laicos, los religiosos y presbíteros que viven la eucaristía desde el cumplimiento de un precepto, desde la idea de algo que se dice vital o desde la rutina de celebrar lo que siempre se ha celebrado.
El evangelista Mateo quiere transmitir la importancia de la eucaristía para el seguimiento cristiano. La eucaristía es fruto de un Dios que, mirando a la humanidad, siente compasión por ella (“…vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos”). Una compasión que le lleva a dar la vida y perpetuar ese gesto en cada celebración. El “dadles vosotros de comer” es lo que se repite cada domingo. En cada parroquia, a la hora convenida, se reúnen un grupo de creyentes; apenas se conocen. Cada uno viene con distinta motivación: la costumbre, la obligación, la necesidad, el deseo… Cada cual trae su vida con sus alegrías y penas, sus angustias y alegrías, sus deseos y frustraciones. Todos se disponen a un encuentro con Dios a través de signos y palabras que más o menos entienden; a las que, como pueden, intentan estar atentos. Y esa celebración se convierte en un “hospital de campaña”. Dios les sale al encuentro. Pueden que no sean del todo conscientes de que el Señor, auténtico samaritano, ha dejado su camino para ponerse en el nuestro sin rodeos. Allí, sentados en el banco elegido, nos encuentra. Mira nuestras heridas, hasta aquellas que hacen sangrar nuestro ser sin que nos demos cuenta. Y con el aceite de la Palabra nos va ungiendo poco a poco. Nos alimenta con su cuerpo y sangre. Y así va creando con nosotros lazos de amistad y resiliencia para que, al salir de nuevo a la calle, podamos afrontar la semana desde el vino de la esperanza.
El Espíritu nos espera. El camino es largo, pero transitable por su fuerza. Podemos recuperar el “sine dominico non possumus” (Sin la eucaristía no podemos vivir). El Espíritu acrecentará nuestro hambre de Dios más allá de nuestra autosuficiencias. Ese Espíritu superará nuestros individualismos para que podamos construir comunidades donde compartamos fe y vida. El Espíritu nos concederá la creatividad para no quedarnos en la rúbrica, sino para que desde el respeto a la tradición, podamos dar a luz celebraciones donde sentirnos a la mesa con los amigos y hermanos. El Espíritu vencerá nuestras rutinas y nuestros cansancios. El Espíritu reavivará nuestra memoria agradecida para que, vestidos de domingo, podamos celebrar que Él ha vencido a la muerte; que cada día de la semana es una pequeña Misa, un lugar de encuentro con el Resucitado.