Jesús es manso y humilde de corazón, el amante de la vida, el que va derramando salud y ternura; el que predica el perdón sin límites y el amor al enemigo. Es el príncipe de la paz. En su mansedumbre se mantiene firme en la adversidad. Sostenido por Dios, sólo sirviendo a la verdad, vive situaciones tensas donde sus adversarios quieren sorprenderlo para poder acusarlo. El evangelio de este domingo nos cuenta una de ellas.
Jesús se encuentra en la explanada del templo. Fariseos y herodianos quieren comprometerlo con una pregunta. El tema es polémico y delicado. Había que pagar muchos impuestos, pero uno de ellos era el que mejor expresaba el dominio de Roma sobre los judíos. Ante este tributo al César había distintas opiniones: aquellos que pagaban para no tener problemas; y los que se negaban al considerarlo una idolatría a un falso dios humano. En este contexto, la pregunta de si es lícito o no pagar impuestos al César es muy comprometida. Responder que no supone enfrentarse a los romanos; decir que sí es enfrentarse a determinados grupos religiosos y a la masa empobrecida.
Jesús es consciente de las malas intenciones, pero no rehusa la pregunta. Para él hay cuestiones más importantes que los tributos o el César. Que al César le den lo que es de él, pero ¿le damos a Dios lo que es de Dios? ¿Por qué preocuparse tanto de si se debe pagar a Roma o no cuando se descuidan cuestiones más importantes? ¿Por qué nos preocupamos de si es lícito o no pagarle al César y no nos preocupamos del derecho y la justicia, y de una vivencia de la religión sin hipocresías y alardes?
“Dar a Dios lo que es de Dios”. Decía Ignacio de Loyola: “Tuyo soy; a vos, Señor, lo torno”. Más que “dar”, “tornar”. Tornar es devolver lo que se nos ha dado. Entonces, lo primero es sentirnos “criaturas dadas y regaladas a la vida”. Nuestra vida es un regalo, una vocación, hemos sido llamados por Alguien a la existencia. Tú tienes el regalo de la vida en tus manos, ¿qué vas a hacer con él? “Dar a Dios lo que es de Dios”. Y si Dios te lo ha dado dando, tú debes tornarlo dándote. El que mejor lo hizo fue Jesús: como sabía que existía por el Padre no vivía más que para el Padre. Y esto lo expresaba en su consagración al Reino. Como era muy práctico entendió que darse a Dios era entregarse a lo de Dios: a la gente, a sus circunstancias y situaciones; al pueblo en el momento que le tocaba vivir; a la situación política y religiosa de su época. Entendió que tornar era “vivir para”.
Al César le podemos dar todo lo que es de él; pero a Dios, ¿qué le damos? La tentación más común es pasarnos la vida dándole baratijas y bagatelas. Pero confiados en la fuerza de su Espíritu, conscientes de nuestra fragilidad, nos gustaría decir: “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro. Disponed de ello según vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que éstas me bastan. Amén.”