Hoy celebramos la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. Parece que pegaría que, en un día como éste, la liturgia nos animara con un texto bíblico amable. Pues, nada de eso. Nos ofrece un fragmento crudo del relato de la Pasión. El texto nos habla de tinieblas, del grito de Jesús por su sentimiento de verse abandonado, de la mofa de los torturadores, del último suspiro de un agonizante, del dolor terrible de los seres queridos, de la pena por las dificultades para darle una sepultura digna… Es como si la intención fuese que en el Día de los Difuntos el evangelio nos mostrara la realidad de la muerte tal y como es, sin enmascararla ni evitarla con discursos piadosos.
Eso mismo dijo una joven filósofa hace muchos años. Se llamaba Simone Weil; murió de tuberculosis a los treinta y cuatro años. En uno de sus escritos expresaba que “el espíritu del Evangelio no se transmitió puro a las siguientes generaciones cristianas”. Ella decía que habíamos contado la historia como si los efectos de la Gracia hubieran llegado más lejos en los seres humanos que en el mismo Cristo. Y ponía un ejemplo: resulta que la muerte en los mártires les produce alegría y al mismo Cristo le hizo temblar de angustia. Y decía que si no miramos la desgracia tal y como es, el golpe dañará nuestra alma; que Dios puede evitar que el golpe nos corrompa, pero nunca la herida de ese golpe.
Por ello, si queremos celebrar con fe y esperanza a nuestros difuntos, lo primero es mirar y reconocer la herida que ha provocado en nosotros su muerte. La muerte tiene sus previos: la enfermedad, la limitación, el sufrimiento… Pues los previos y esa misma muerte nos roban todo lo que tenemos. Y, de esta manera, el que era todo un deportista yace inmóvil en la cama de un hospital; esa mente despierta y lúcida ya es incapaz de leer un simple WhatsApp; el que derrochaba alegría y optimismo ha perdido el aliento y la energía vital. La muerte y sus previos nos despojan sin permiso ni compasión. Y cuando llega el final para el que se va, comienza o sigue el calvario de los que se quedan: el dolor de la ausencia, el acostumbrarse a entender la vida sin él o ella, sufrir los altibajos del ánimo… La muerte no es una broma; la muerte no es bonita; la muerte, simplemente, te mata.
Pero cuando el evangelio de hoy ha presentado la muerte de Jesús con toda su crudeza acontece el milagro: la piedra está descorrida, el sepulcro está vacío y se les anuncia que Jesús no está en la muerte. Sus almas están heridas, pero no se han corrompido. Porque no evitaron el espectáculo de la pasión, la noche de vela y la incertidumbre del camino al sepulcro pudieron ser testigos de algo inédito, la resurrección.
En este día queremos ser creyentes, pero no ilusos. Queremos llamarle a la muerte, muerte; al nicho, nicho; a las cenizas, cenizas; al dolor, dolor. Porque pronunciando cada una de sus letras, y dejando que desgarren el alma, la piedra de un significado oculto se descorre. Sin desmentir el dolor de la ausencia puedo creer en una presencia distinta que promete ser plena y eterna. Sin olvidar que es un cementerio, puedo convertirlo en un lugar de encuentro y recuerdo; recuerdo de que estando ahí, no lo está. Su casa no es el sepulcro, ni la urna de las cenizas, ni el lugar donde éstas se encuentren depositadas. Su casa es Dios, el Cielo, la Paz, la Vida, el Descanso Eterno, el Domingo sin ocaso.