Cuando nos hablaban de las misiones lo hacían haciendo referencia a lugares lejanos, donde se hablaba de otra manera, en la que los nativos tenían otro color de piel y, sobre todo, no creían en Jesús. Pero “las misiones” se han acercado tanto, tanto a nosotros que la tenemos en nuestra misma sociedad. Pudiéramos disfrutar de muchas tradiciones religiosas, pero la mayor parte de la gente viven al margen de Dios. Éste, hace tiempo, dejó de considerarse una hipótesis plausible en su existencia. Tan en así que hablar de determinadas cuestiones en nuestro entorno pudiera parecer motivo de risa. ¿Os imagináis? ¡Qué cachondeo se armaría si con nuestros amigos se nos ocurriera hablar del cielo! Pues algo así ocurrió en nuestro evangelio.
Según nos cuenta, se acercan a Jesús un grupo de saduceos. Ellos nos creen en la resurrección de los muertos. Y con cierto aire de “cachondeo” le plantean a Jesús una cuestión para ponerlo en evidencia. ¿De quién será mujer si ha estado casado con siete hombres?, le preguntan.
¿Cómo hablarles de algo que, de entrada, no estaban dispuestos a admitir? ¿Cómo explicarles que la Otra Vida no se puede imaginar desde esquemas humanos? ¿Cómo decirles que la fe no nos ofrece una imagen clara de cómo será cuando muramos? Jesús les plantea una convicción profunda: “Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Para él todos están vivos”. Los saduceos han optado por vivir sin creer en algo que vaya más allá de esta vida. Jesús cree y propone la fe en una vida que supera los límites del funcionamiento del corazón y el cerebro.
Éste es el dilema que tenemos todos los seres humanos por delante: creer o no creer; aceptar a Dios o no considerarlo; vivir contando con el cielo o descartándolo. ¡El cielo! Una vez, a una niñita le hablaron de él en clase de religión. Cuando llegó a casa, mirando a su abuela, le dijo: “Abuela, tú ya mismo… (y señaló con el dedo hacia arriba)”. Ante la cara sorprendida de la viejecita ella la tranquilizó diciendo: “Pero no te preocupes, que es azul, hay pajaritos y está Dios”.
Todos somos un poco esta niña que desea tener alguna imagen del cielo. El cielo no se describe, se anhela como el misterio de Dios. El cielo es el objeto de nuestra esperanza. Es creer que el sentido de nuestra existencia va más allá de los goces limitados del aquí y del ahora. Es creer que la existencia tiene sentido porque el sufrimiento o la frustración de lo cotidiano nunca tendrán la última palabra. El cielo es la prueba de que a Dios, ni la atroz muerte, tiene el poder para arrebatarle a sus hijos. Porque, como dice el salmo, cuando despertemos nos saciaremos del semblante del Señor. El cielo es, como decía el poeta, tener la casa y la paz juntas, es la noche luz tras tanta noche oscura.
Pero el cielo puede convertirse en “opio del pueblo” cuando nos hace desentendernos de la realidad presente. El cielo está aquí cuando aceptamos a Jesús, su mensaje y su proyecto. Cuando Jesús conforma nuestra forma de ser, pensar, sentir y actuar. Cuando hacemos, como él lo haría, lo cotidiano de la vida. El cielo, para no ser opio, se va construyendo aquí cuando vivimos aliviando los infiernos que tanta gente sufre por muchos motivos. El cielo comienza aquí cuando trabajamos con pasión por el progreso de este mundo; cuando nos entregamos a la más mínima de las tareas como si a Dios mismo nos entregáramos. El cielo es lo que nos hace lanzarnos a la lucha por la justicia con tal esperanza que no dejaríamos de creer aunque el fracaso nos aplastara o aniquilara.
¿Cómo los saduceos se pudieron cachondear del cielo? Quizás todos seamos algo saduceos. Porque algunos se morirían de risa si habláramos de estas cosas. Otros que dicen creer, lo hacen a la forma saducea. Y muchos que pudieran creer en el cielo tienen una imagen cachonda de él, infantil, alienada y alienante.
Que el Espíritu nos haga estar abiertos al Misterio de Dios; que nos haga anhelar lo que nos sostiene y no vemos; lo que esperamos y no conocemos; lo que anhelamos con la actitud del que busca en la oscuridad la fuente de agua viva sólo guiado por la fe.