Es bastante probable que en la primera Navidad, el día en el que nació Jesús, sólo hablara el silencio. Porque en la vida se dan situaciones que te dejan sin palabras. Y es que toda palabra que se diga es palabra de más, es ruido que espanta la profundidad de lo ocurrido.
Yo me imagino la cueva de Belén así, como un lugar y un espacio donde habita el silencio. Un lugar donde la única Palabra es la que se ha hecho carne. Donde María y José se miran, miran al bebé, lo cuidan y protegen sin decir palabra, dejando que todo se vaya amasando en lo profundo de sus corazones. En el que los pastores de forma callada aparecen, ofrecen, contemplan y aún no se creen que alguien los acoja a ellos. Donde los magos de Oriente encuentran al que buscaban y, cuando lo hacen, no dicen nada, sólo se postran y ofrecen sus presentes. Esa noche Dios nos regaló una Palabra silenciosa en un niño, envuelto en pañales y acostado en un pesebre.
La Navidad nos habla de la pasta de la que Dios está hecho, de lo que hay en lo más profundo de sus entrañas, del cómo será por dentro para que sea así por fuera. Y es cuando se descubre que ese Niño es una visita de la entrañable misericordia de nuestro Dios. Con él nos ha visitado el Sol que nace de lo alto para darnos luz y vida.
Dios ha venido a visitarnos “desde abajo”, que es lo que nadie quiere y donde más están. Porque lo que todos buscamos es lo de arriba, lo más alto: tener cierto poder y prestigio, poseer una palabra de peso, el estar por encima del común de los mortales. Y, sin embargo, la noche de Belén es la noche de la irrelevancia, del anonimato. En esa noche, sociológicamente nada ocurre de importancia. Los focos de la historia estarán en otros lugares, en otros palacios, en otras mesas de decisión. El Niño está abajo, con los prescindibles del mundo, con los que no deciden nada, con los que sólo pueden dejarse atropellar por los designios de la historia, con los que simplemente son estadística en una catástrofe o en una guerra.
Dios ha venido a visitarnos “desde dentro”. No es una visita que mantiene la distancia, sino que se mete en la masa. Él no se acerca a los seres humanos, sino que asume la humanidad. Él no contempla desde fuera la vida cotidiana, sino que se sumerge en el corazón de ella. Porque sólo se puede redimir, lo que se asume. Ser humano tiene sentido porque Dios ha querido asumir la humanidad. Levantarse cada mañana y afrontar las actividades del día a día tienen un significado porque Jesús vivió y padeció lo grandioso y terrible de lo cotidiano. Las alegrías y las angustias de la vida apuntan alto porque ese Niño se reirá de las cosas alegres de la vida y se angustiará con lo que todo el mundo se angustia.
Dios ha venido a visitarnos “desde cerca”. El Niño es sacramento de la cercanía de Dios. Es retrato infantil del verdadero y único Buen Samaritano; del que, dejando su camino, se mete en el camino del otro y se “aprojima” a él para ofrecerle el vino de la alegría y el aceite del consuelo. Ese Niño que ahora está en el pesebre se acercará a todos sin distinción. Esas manitas extendidas levantarán al paralítico, curarán los ojos del ciego y tocarán al leproso excluido. Sus piececitos irán anunciando la Buena Nueva hasta en los lugares profanos e impuros. Y el que ahora está tumbado en un pesebre se sentará a comer con sus amigos, los publicanos y los pecadores.
¡Feliz Navidad!