Todos nosotros hemos tenido un o una catequista. Esa persona que, cuando éramos pequeños, intentó transmitirnos su experiencia de Dios. Para ello se servía fundamentalmente de las palabras. Y con ellas nos contaba sus vivencias, nos enseñaba las oraciones fundamentales y nos hablaba de Jesús. Y, de vez en cuando, para transmitirnos un mensaje profundo creaba relatos, o muy ficticios, o no del todo históricos, pero que pudieran haber ocurrido. Desde luego que no pretendía engañarnos, sólo alentarnos en la fe y en el seguimiento de Jesús. Pues eso que hacía nuestro catequista es lo que hizo el evangelista Juan.
Él se imagina a Juan bautizando en el Jordán. La gente acudía aceptando la invitación al arrepentimiento y a la conversión. Querían allanar los caminos internos y externos que permitieran la venida del Mesías, del Rey liberador. De pronto aparece Jesús. Y a aquellos que habían acudido a ser bautizados les dice que aquel hombre tiene una relación especial con Dios, es el Cordero de Dios; que ha recibido la misión y el poder de quitar el pecado del mundo entero, aquello de lo que se querían convertir. Que es más importante que él porque existía antes. Y que no bautiza con agua, sino que ha recibido el Espíritu y bautiza con Espíritu Santo. Es decir, aquel que esperan, ¡ha llegado! Ni más ni menos está señalando al Hijo de Dios, al Rey de Israel.
¿Os imagináis la perplejidad de los que en el relato del evangelista escuchaban a Juan Bautista? Ellos habían acudido a Juan y éste señalaba a aquel que le superaba, al que traía la plenitud de lo que él predicaba. ¿No es para dejar a Juan y seguir a Jesús? ¡Exacto! Eso es precisamente lo que deseaban nuestros catequistas que, después de poner los ojos en ellos como mediación, los fijáramos en Jesús. Y cada uno de ellos nos transmitieron su imagen de Jesús, más o menos acertadas. Juan también lo hace con su auditorio. Les va a decir que Jesús es como un cordero, débil y suave. Es como ese personaje del que hablaba Isaías, el siervo de Yahvé. Él tenía la misión de convertir a los judíos que estaban en el destierro de Babilonia. Su tarea no fue fácil. Después de una época entusiasmante pasó por la crisis de aquel que se preguntaba si habría sido inútil tanto esfuerzo. Y en vez de abandonar, amplía la misión. Ahora no sólo se le pedía que convirtiera Israel al Señor, sino que iluminara a todas las naciones.
Ése es Jesús, el cordero débil y suave; el que no vocea, ni quiebra la caña cascada, ni apaga el pabilo vacilante. Es el siervo humilde de Yahvé que, desde su omnipotencia vestida de fragilidad, está llamado a quitar el pecado del mundo, a iluminar a las naciones. Es el ungido por el Espíritu que le hace ser testigo de una experiencia; que le da la pasión para entregarse sin reservas a la voluntad de Dios; que le hace vivir de esperanza incluso en los peores momentos.
El Papa Francisco nos habla de “evangelizadores con espíritu”. Porque sólo el Espíritu nos puede convertir en evangelizadores: en hombres y mujeres espirituales con una auténtica experiencia de Dios y decididos a compartirla. Pero no a compartirla de cualquier manera, sino como corderos frágiles y suaves, como siervos que ni quiebran ni apagan. Sólo el Espíritu nos hará evangelizadores que no den por perdida la carrera antes de empezar, sino que crean en el éxito de la misión en medio de la aparente fragilidad o del fracaso. Sólo un evangelizador con Espíritu podrá declarar una guerra sin cuartel al desaliento; podrá seguir tocando con ilusión a una puerta que no se abre; o podrá levantarse cada mañana con la frescura del que empieza algo nuevo.