En este primer día del año nuevo siguen en el evangelio las escenas propias de la Navidad. En esta ocasión los focos apuntan hacia los pastores. Ellos han tenido una experiencia que, al tiempo que les desconcertaba, los movilizaba. Habían experimentado algo que no les correspondía: ni eran los más dignos, ni era lugar adecuado, ni el tiempo tenía nada de especial… Pero a ellos, gente ruda y de mal vivir, en plena noche cuidando animales en un descampado, se les había anunciado algo que les hubiera encantado escuchar a los más grandes profetas de Israel. Y sin saber bien por qué, ni cómo, se pusieron camino de Belén.
Al llegar encontraron todo tal como se les había anunciado. El niño era real y estaba acostado en un pesebre con los pañales. Dos muchachos parecían ser sus padres y había algunos más del lugar. El primer momento fue especial: no se conocían, pero algo les unía. Que vinieran a verlo “gente inadecuada” era un elemento más del misterio que envolvía el nacimiento de ese niño. Y cuando contaron la experiencia que habían tenido no daban crédito a lo que escuchaban. Todos estaban admirados, todos escuchaban sin saber qué decir más que dar gloria a ese Dios que les desbordaba y les desconcertaba.
María, además, guardaba todo en su corazón. Lo que estaba viviendo no caía en saco roto, ni se vivía sin más, ni se sacaban conclusiones rápidas, ni llevaba a la histeria o al bloqueo. Todo tenía que ser guardado en el corazón. Es decir, había que vivir cada momento, había que experimentar cada segundo con toda la intensidad que se pudiera, pero todo ello debía ser retenido para contemplarlo con calma, con silencio, con perspectiva, con fe. En su corazón María recuperaba lo vivido, quería ser consciente de cómo lo que había visto y oído le había afectado; necesitaba relacionar lo que le habían dicho los pastores con lo que le comunicó el ángel o le dijo su prima Isabel cuando la visitó en la región montañosa. Y, sobre todo, era necesario amasar, dejar que todo ello fuera iluminado por la fe, presentar en el silencio lo que vivía a ese Dios que había irrumpido en su vida de forma tan inesperada y extraordinaria. Y en ese silencio dejar macerar, dejar que todo se fuera asentando, aguantar el embate de la duda y confiar, sobre todo, confiar.
Ninguno de nosotros podrá imitar a María por dar a luz a Jesús, ni ninguno podrá vivir como ella la visita de los pastores a la cueva de Belén. Pero sí, como la Madre de Dios, podrá guardar las cosas en su corazón. Sí que podemos hacer nuestro su hábito, el de no vivir por vivir, el de no dejar pasar lo que vivimos sin más, el de mirar de otra forma lo que acontece en la vida. Y mirarlo con los ojos de la fe; contemplarlo de tal manera que podamos taladrar lo que hemos experimentado y nos ha hecho llorar o reír. Taladrarlo para saber hallar en todo ello la Presencia de Dios que llama, que sostiene, que nos trabaja y nos saca de nosotros.
Pero, ¿qué guardamos en nuestro corazón? Nos gustaría tener una sensibilidad especial por la paz. Una sensibilidad que nos hiciera conservar en él cualquier atisbo de violencia cercano o lejano: el odio y el resentimiento que albergo en mí, ese insulto proferido en voz alta o en silencio, el rechazo privado o público al que es diferente, la agresión física o psíquica al que tenemos cerca, el cercenar la vida de alguien, el conflicto que afecta a las grandes masas de un país… Hoy, junto a la Madre de Dios en la cueva de Belén, queremos contemplar en nuestro corazón cada gesto de violencia para suplicar la paz.