Parroquia

La Santísima Trinidad (Málaga)

Homilía del Domingo

Jesús extendió la mano y lo agarró

Mateo 14,22-33

DOMINGO XIX T.O

Ciclo A

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Jesús extendió la mano y lo agarró

La barca de la Iglesia siempre zarandeada y amenazada de zozobra por las olas y vientos contrarios que vienen de fuera, y por los miedos y dudas de los de dentro. Siempre en estado de barca vulnerable. Y ese “siempre” comienza en los primeros pasos del pintoresco grupo de Jesús; y sigue con la comunidad a la que escribe Mateo; y se prolonga en cada Iglesia de cualquier lugar del mundo y de cada momento de la historia.

De esta “flota eclesial”, en esta ocasión, pongo mis ojos en una pequeña barca: la liviana embarcación de la “Iglesia doméstica” en este tiempo de pandemia. El coronavirus actúa de muchas maneras. La más evidente cuando contagia a una persona que sufre los síntomas más severos que le llevan a la muerte. La más obvia de las consecuencias indirectas son las económicas: la pérdida del empleo, la disminución de ingresos, la incertidumbre laboral…

Pero de forma “cuasi imperceptible” todos hemos sido “contagiados” de alguna manera. Hemos tenido que vivir una situación insólita: un confinamiento inesperado. Algunos lo han padecido en su versión más dura, con todos los factores externos en contra: una vivienda pequeña donde se vivía hacinado, la preocupación por el trabajo y la angustia por los seres queridos enfermos a los que no se podía visitar. Otros han estado trabajando y expuestos al virus y al miedo que provocaba. Los más afortunados lo han sobrellevado en condiciones no tan exigentes. Pero a todos nos ha puesto en “situación de vulnerabilidad”.

Ésta ha seguido cuando hemos podido salir a la calle. Los miedos al contagio, el ir con las mascarillas, las distancias de seguridad, las colas en los negocios, los irresponsables que no cumplían las normas, las continuas noticias de rebrotes y de vueltas a medidas de confinamiento. El espectro del virus nos ha puesto en situación de barca vulnerable en medio del riesgo, en plena noche, con viento contrario y zarandeada por las olas de las circunstancias. Todos, como Pedro, hemos sentido que el suelo se convertía en agua; que nuestra vivencia de fe en lo ordinario de la vida tenía menos seguridades; que, en más de una ocasión, experimentábamos la sensación de hundimiento.

Esta sociedad que se hunde, sin saberlo, grita como Pedro: “Señor, sálvame”. Y es ahí donde somos llamados a ser prolongación de las manos de Jesús: llamados a extender la mano y agarrar al que se hunde, tiene miedo y duda. Ese ejercicio de misericordia no se puede realizar con autenticidad si antes no has vivido la experiencia de ver cómo te ahogabas en tus propios miedos, en esos infundados o en aquellos concretos y objetivos. Y en esa situación de debilidad radical haber experimentado una mano amiga que te sostenía y libraba del hundimiento.

El ejercicio de “extender la mano para agarrar” es una actitud de vida movida por entrañas de misericordia. Es caminar por la calle considerando a conocidos y desconocidos desde sus fragilidades; es descubrir en cada uno de ellos a un ser humano que lucha por sobrevivir; es taladrar sus conductas acertadas o desencaminadas para vislumbrar en ellas a un ser vulnerable que sobrevive; es sembrar de gestos de humanidad lo cotidiano de la vida; es querer y decidir escuchar al que necesita de tu tiempo; es tener esa paciencia para soportar lo que no sería procedente en otros tiempos; es sonreír con tal hondura que pueda verse incluso con la mascarilla.

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