Hay una palabra un tanto moderna que se llama “empatía”. Es la capacidad de ponernos en el lugar de los otros. Por eso, si miramos de esta manera a los discípulos seguro que nos provoca simpatía, ternura y comprensión. Esos pobres muchachos se embarcaron en la aventura de seguir a un ajusticiado. Y en medio de un ambiente hostil siguieron viviendo con la convicción de su presencia. El que habían visto morir crucificado había vuelto a irrumpir con fuerza en sus vidas; no había certezas científicas, pero tampoco cabía la menor duda de su resurrección. Ahora les tocaba a ellos. Jesús había venido a anunciar una Buena Nueva a los pobres: que Dios estaba con ellos, que nos los había abandonado a su suerte, que había una esperanza más allá de las tinieblas de la historia. Y al tiempo que el proyecto de Jesús tenía el futuro garantizado, exigía dedicación en el presente. Y esos muchachos eran los que tenían que seguir anunciando la bondad de Dios.
Se volvía a repetir la historia: ¿qué podría hacer David contra Goliat, o Moisés contra el Faraón, o los discípulos contra la autoridades de su tiempo? No eran nada, sólo pura expresión de la insignificancia y la irrelevancia. Y, por si fuera poco, en un contexto que los rechazaba como a su maestro. Pero debían ser ellos; no porque supieran mucho, ni porque hablaran muy bien, ni porque hicieran grandes acciones. Debían ser ellos sólo porque eran testigos. En su fragilidad habían tenido experiencia de la amistad con Jesús, le habían escuchado, habían caminado con él y compartido su mesa.
Pero su ser testigos necesitaba un refuerzo, la fuerza de lo alto. Jesús volvería al misterio insondable de su Padre, pero se quedaría con ellos en la presencia del Espíritu. Ese Espíritu los haría fuertes en su debilidad, daría poder a sus torpes palabras, convertiría en signo sus gestos de amor, los sostendría cuando tuvieran la tentación de sucumbir e, incluso, haría fructificar sus fracasos. Ese Espíritu los cambiaría en profundidad, como si nacieran de nuevo. Haría que sus corazones fueran como el corazón de Jesús. La bondad y la bendición del Nazareno serían parte de su propia sensibilidad. Ellos, que se habían sentido amados y perdonados por el bueno de Jesús, se convertían en testigos de esta bondad, en signos de entrañable misericordia.
El Jesús que ascendió, que volvió al misterio insondable del Padre, nos habita. Somos templos del Espíritu, vasijas de barro que contienen un tesoro. No somos simples portadores, somos testigos, amigos íntimos de Jesús Nazareno, muerto y resucitado. Él, por múltiples caminos, irrumpió en nuestra vida de tal forma que nosotros, en constante combate, queremos entregársela. Y en medio de una poderosa masa social somos frágil levadura con capacidad de transformar lo que nos envuelve e, incluso, amenaza. Y no disponemos de grandes armas ni estrategias. A veces sólo de la bondad que nosotros hemos experimentado de Dios. En el taller, en la escuela, en la familia, en el día de descanso estamos llamados a ser el hombre o la mujer bueno; el que quiere vivir con la mansedumbre de Jesús; el que no pretende fingir un “postureo” sino amar tiernamente, perdonar generosamente, comprender y confiar en el otro continuamente. Nuestra fuerza no está en nuestras palabras, ni en lo que hagamos, sino en nuestro estar como hijos y hermanos. Porque nos hemos experimentado amados incondicionalmente por Dios puedo sentir como hermano a esa persona que se cruza conmigo en la calle y no conozco; puedo devolver una sonrisa al que violentamente me insulta desde su coche; puedo vivir cuidando de los vecinos de la planta o de los compañeros de trabajo. Sí, volvió al Padre; pero se quedó dejando a este mundo una bendición: cada uno de nosotros.