Después que Jesús bajara del monte, seguía en la llanura hablando con la gente. Quería expresar a sus discípulos, y a todo aquel que le escuchara, su experiencia interior; quería decirles cuál era esa fuente de la que se veía nacer todos los días, la roca que sustentaba su vida y aquello desde lo que se entendía. Necesitaba hablarles de ese Dios compasivo que sentía como a su Padre. Para Jesús Dios era pura compasión; lo más profundo de Dios, sus entrañas estaban hechas de misericordia. Era el Dios que escuchaba el clamor de su pueblo o lo atraía con cuerdas de amor a pesar de sus infidelidades. Era el Dios que usaba una medida rebosante, colmada, remecida. Era el Dios de la gratuidad más absoluta que hacía llover sobre justos e injustos y que, sobre los unos y los otros, hacía salir el sol.
Y de esa entrañable misericordia de Dios se sentía nacido y recibido. Jesús quería hacer carne esa medida compasiva de Dios. Eran las entrañas de misericordia de su Padre la que le impulsaba a curar a los enfermos, a comer con los pecadores, a incluir en su grupo a la mujer pecadora, a sentarse a dialogar con la samaritana… En Jesús, la entrañable misericordia de Dios nos había visitado, y esa era la experiencia que quería transmitir.
Una experiencia que no se debía quedar en meras palabras o sentimientos. La misericordia de Dios se traducía en fuerza liberadora. El corazón de Dios al escuchar el grito de los que sufrían animaba a Jesús a liberar al oprimido por la pobreza, el llanto, el hambre o el rechazo. ¿Cómo la ley podía asfixiar cuando estaba hecha para liberar desde el amor? ¿Cómo el templo podía explotar o discriminar cuando era lugar de la presencia liberadora de Dios? ¿Cómo los ricos podían vivir tan opulentamente cuando los pobres no podían comer siquiera de las migajas que caían de sus mesas? ¿Cómo se podía excluir a la gente por el hecho de su conducta o su género?
¿A qué sabía la compasión de Dios? ¿Por qué la medida de Dios era generosa, colmada, rebosante? Porque nacía de la gratuidad más absoluta. ¿Por qué Jesús se sentaba con los indeseables o se juntaba con los reprochables? ¿Por qué perdonaba los pecados o atendía al extranjero? Porque era la encarnación de la gratuidad de Dios.
Y a aquellos que le escuchaban les animaba a impregnar del principio de gratuidad todas sus relaciones. Si prestas al que te presta, si saludas al que te saluda, si amas al que te ama, ¿qué tiene de gratuito, qué tiene de Dios todo eso? Así se relacionan los no creyentes, los que en su vida no cuentan con Dios. No, si Dios te ama cuando te has comportado como un enemigo, se te invita a amar a aquellos que, incluso, pudieran ser tus enemigos. Si Dios nunca te ha retirado su saludo, se te anima a saludar a aquellos que no lo hacen. Si Dios te ha regalado la vida, se te pide considerar el préstamo a aquellos que, posiblemente, no te devuelvan nada. Si él se ha puesto a merced de nosotros, ¿por qué no poner la otra mejilla, por qué no romper la dinámica de la violencia amando en gratuidad?
Si Dios en Jesús te ama gratuitamente, ¿por qué no introducir la gratuidad en la medida con la que tratamos a los demás? Y entonces se produce el milagro: cuando no lo esperas, la medida que usas la gente comienza a usarla. La gratuidad del amor tiene el poder de sanar las relaciones, de desatascar la vida comunitaria, de posibilitar una nueva forma de estar en la sociedad.