Parroquia

La Santísima Trinidad (Málaga)

Homilía del Domingo

La noche pregona al alba

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La noche pregona al alba

Nadie sabe bien cómo ocurrió. Era un día seco, soleado y muy caluroso. El P. Antoine había proclamado el evangelio y estaba saludando a los asistentes en las distintas lenguas. Comenzó a escucharse un griterío y muchos se volvieron para ver qué ocurría. Unos vehículos cargados de hombres armados pararon a la entrada del recinto. Dispararon al aire. Todos comenzaron a correr y a chillar aterrados. Horas después Françoise, Marie y Lucie se encontraban en la bomba de agua de su aldea. Comentaban que habían saqueado la capilla y la habían incendiado. El recinto sagrado estaba destrozado y el altar demolido. Y se oían noticias de que dispararon al P. Antoine cuando intentaba dialogar con los atacantes.

La tarde iba cayendo y llegaba la hora de la comida. Marie molió el mijo, lo cernió y vertiéndole agua lo mezcló y lo puso sobre el fuego que estaba a la puerta de su casa. Mientras preparaba la salsa y removía la comida no dejaba de pensar en lo vivido en la capilla: los gritos, las carreras, el miedo, las últimas noticias. En casa solo vivían su marido y dos de sus nietas. Se lavaron las manos y dieron gracias a Dios por los alimentos. Comían en silencio mirando al suelo conforme mojaban en la salsa lo cogido del plato común. Las jovencitas se encargaron de recogerlo todo y ella fue a casa de Françoise y Lucie.

Todos dormían. Ellas velaban. Entre momentos de sollozo se desahogan mutuamente del horror que habían vivido. La imagen de la gente corriendo despavorida, el sonido de los gritos y los disparos les volvía una y otra vez. La noche iba avanzando y a la luz de la lumbre se preguntaban qué podían hacer. Ir a la capilla suponía un riesgo, lo mismo se habían instalado allí los asaltantes. Pero, ¿cómo dejar abandonadas las formas consagradas y las imágenes?

Era de noche y vivían la noche interna cuando se pusieron en camino. Las tres caminaban cargadas con un paquete en la cabeza con lo que pensaban pudiera servirles. Siempre en silencio avanzaban por un lado del camino. Se cruzaban con otros viandantes o con los que en bicicleta o motos iban aún a oscuras a buscar su sitio en el mercado. El brillar de los ojos de algún perro y el cantar de muchos gallos las sacaba temporalmente de su mundo interior. Las tres eran mujeres de corazones curtidos por la vida. Sentían dolor, tristeza y rabia contenida. El miedo las acompañaba, al igual que la incertidumbre ante lo que se podrían encontrar. Pero una voz en su silencio las llamaba; una luz oscura la guiaba en su caminar; una fuerza débil las alentaba a permanecer.

Cuando llegaron, la noche apretaba su oscuridad ante la llegada de la primera luz. No había nadie. De entre los escombros calcinados recuperaron la pequeña vasija en la que había algunas formas consagradas. Yendo al exterior comenzaron a poner orden en aquella desolación: apartaron algún escombro, agachadas con las escobas fueron limpiando el espacio del altar, que recompusieron, como pudieron, lo que de él quedaba.

Al alba, cuando clareaban las primeras luces del día, se acercaron unas ancianas vestidas de fiesta que se sentaron en el suelo. Al tiempo comenzaron a venir de por un lado y otro. Un grupo de personas ocupó el lugar del coro. Acompañadas de niños y jóvenes unas vecinas trajeron un cuadro de la madre del Señor. Y un anciano con traje ajado y sandalias viejas puso sobre el altar un crucifijo con el brazo roto. A dos golpes de tambor se inició el canto y el luto comenzó a convertirse en danza. Tras una terrible noche, esto ocurrió al alba.

Pepe Ruiz Córdoba

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