Dice el evangelio que, en aquel tiempo, la gente se agolpaba en torno a Jesús para escucharle. Es decir, lo que decía tenía la suficiente fuerza como para atraer a muchos. Había algo en su mensaje que conectaba con lo más profundo que había en ellos. Sus palabras no les eran vanas, ni superficiales, ni repetidas, sino que tenían un peso y una fuerza que les animaba a estar agolpados para escuchar a ese hombre que procedía de Nazaret. Para todos ellos el mensaje de Jesús despertaba sus dormidas esperanzas y les abría la posibilidad de un futuro mejor.
Dos mil años después, muy lejos del lago de Genesaret, un grupo de hombres y mujeres se reúnen en torno a esas mismas palabras de Jesús. Y se nos recuerda que hemos recibido un gran regalo: un tesoro lleno de palabras que agolpan, que pueden llenar de vida, que pueden dar fuerza y sentido a la experiencia.
Hoy se nos invita a considerar que, cada vez que abrimos las páginas del evangelio, volvemos los ojos hacia Jesús. Y al fijar la mirada en él, poco a poco, se va produciendo el milagro del encuentro. Jesús deja de ser para nosotros un personaje histórico, o el representante de un conjunto de hermosas ideas, o el mayor exponente de un estilo de vida. Esas palabras acogidas y meditadas con asiduidad y cariño tienen el poder de apasionarnos con Él, de polarizar nuestras vidas y energías en torno a su persona, de sentirle y vivirle muy íntimo a nosotros mismos, de comprometernos con su persona y su proyecto.
¿Es que las palabras de Jesús ya no tienen capacidad para agolpar? ¿O es que ya no hay nadie que se agolpe en torno a sus palabras de vida? La fuerza de la Iglesia, de nuestras parroquias, de nuestras asociaciones y movimientos no está en sus edificios ni posesiones, en sus estructuras ni organizaciones, en sus miembros ni proyectos, en su capacidad de convocatoria ni en la destreza de presentar el mensaje. La fuerza de la Iglesia está en el mismo mensaje encarnado en Jesús. Y, por extensión, en aquellos que lo acogen y, en medio de sus fragilidades, lo hacen vida. La fuerza de la Iglesia está en el hábito del corazón que tengan los creyentes en volver los ojos a Jesús para acoger su Palabra con poder de agolpar.
E incluso así, nos daremos cuenta de la dificultad de la tarea. Percibiremos que no todos los que tienen el servicio de servir a la Palabra la cuidan y la sirven con cariño. Nos daremos cuenta que muchos seguidores de Jesús sólo conocen de él poco más que lo que aprendieron para hacer la Primera Comunión; que en el tiempo que más fácil acceso tenemos a la Escritura es probable que menos acudamos a ella. Nos toparemos con la realidad de que a la inmensa mayoría de la gente parece no atraerle el mensaje de Jesús; o que nosotros no encontramos la forma de presentarlo de forma atrayente. Y sufriremos el cansancio de aquel que se pasa bregando toda la noche y siente la frustración de ver cómo las redes suben vacías.
Pero hoy volvemos a sentir la llamada de Jesús. Primero a agolparnos en torno a su Palabra, a hacerla parte de nuestra vida, a acogerla y meditarla, a abrirle el corazón y a dedicarle un tiempo de nuestros días. Y, desde ahí, Jesús nos invita a remar mar adentro y a lanzar de nuevo las redes. Lanzarlas no animadas por los buenos resultados, sino sólo confiados en su Palabra. Eso nos basta.