Se suele decir que “una imagen vale más que mil palabras”; que podemos emplear muchas para explicar algo y un sólo gesto puede llegar más a aquellos a los que nos dirigimos.
Dice el evangelio que Jesús, “habiendo amado a los suyos”, dio un empujoncito más y “los amó hasta el extremo”. ¡Qué preciosa expresión: “… hasta el extremo”! Es decir, los amó de una forma extremada, extremosa, exagerada, hasta el no va más. Y esta actitud tan profunda quiere expresarla con dos imágenes muy sencillas y muy cercanas: una mesa y una toalla.
La mesa donde se comía significaba tanto que no era cosa de juego. Ante Dios te unías a los que participaban contigo en tu mesa. Y en función de lo que le ofrecieras significaban más o menos para ti. Pues la mesa de Jesús llega “hasta el extremo”. Es una mesa exagerada donde todos caben, incluso los que no caben en ningún otro lugar. Tienen un sitio preferido los que nunca serán preferidos y los que no podrán pagar correspondiendo al que los ha invitado. Por eso la mesa de Jesús habla del amor gratuito de Dios. Y de la misma manera que se pone a comer con todos ellos, él mismo se ofrece de alimento.
¿Qué va a acontecer en esa mesa? Lo que está a punto de suceder y que merece la pena hacerlo presente para siempre. El pan partido y el vino repartido serán un preludio de cuerpo entregado y la sangre derramada de Jesús. Por eso, “cada vez que comemos de ese pan y bebemos de ese cáliz anunciamos su muerte hasta que vuelva”.
Y el otro signo es el de la toalla. Hubo un momento en esa cena en el que Jesús se va a ceñir una de ellas. Y se va a poner a hacer algo que les llama poderosamente la atención. Se tiene que agachar para poder hacerlo. Pero lo llamativo no es que se agachara fisicamente, sino que lo hizo de tal manera que se convirtió en un esclavo, en alguien que lavaba los pies. Y una vez que se hubo quitado la toalla les dijo a los suyos que les invitaba a ir por la vida con una de ellas ceñidas; que el movimiento más evangélico era el de agacharse para poder servir.
Y todas estas imágenes aparecen juntas en este Jueves Santo: una mesa que llega hasta el extremo, un pan entregado, un vino derramado, una toalla, un agacharse hasta poder lavar los pies. Por eso el mismo Jueves Santo se convierte en una imagen que vale más mil palabras.
Jueves Santo es una forma de vida al estilo de Jesús. Es vivir desde un amor no medido, ni tasado, ni programado, sino desmedido y descontrolado. Un amor que te lleva a “sentar a tu mesa” a los que nadie sentaría a la suya, o las que nunca te podrán corresponder con un gesto parecido. Es decir, es vivir acogiendo a todos por el simple hecho de que son personas. Jueves Santo es vivir como pan partido y sangre derramada; es hacer de tu existencia un banquete donde tú mismo eres el alimento. Es vivir entregándote, no reservándote; es vivir derramándote, no reservándote. Es vivir no de forma altiva, sino “agachadita”, lavando los pies en cada gesto de servicio, en cada favor realizado, en cada palabra de aliento, en cada acto de perdón, en cada gesto de compartir lo que se es y lo que se tiene.