Si eres testigo de una reacción airosa de alguien porque se ha enfadado dices: “¡No veas cómo se ha puesto!”. El evangelio de este domingo nos presenta a Jesús “hecho un basilisco”. Y cuando su reacción pensamos ha sido por algo menudo comentamos: “Pues tampoco era para tanto”. Porque si en el templo había que sacrificar animales eran necesarias las existencias de género: bueyes, ovejas, palomas… Y si había que pagar con monedas sin efigie, alguien tendría que hacer el cambio a los que tenían moneda extranjera. Y, a pesar de ello, a Jesús “le entró un agua levante” que hasta entrelazó unos cordeles para hacer un azote, expulsar a los animales y recriminar a los cambistas. Si alguien pusiera en la calle nuestros altares, tronos, imágenes y ornamentos, ¿qué pasaría? Creo que no acabaría bien, ¿verdad? Es que hay signos que cuestan caros. Y es que el celo de Jesús lo devorará. Y tanto que lo devorará. Ya va sonando esto a muerte, ¿cierto?
Jesús viene de una boda donde ha convertido el agua en vino; de estar con una mujer, que era su madre, que obedecía con fe sus palabras. Pero este signo lo hace ante un personal no tan obediente. Aquella era la casa de su Padre; en ella tenía su presencia y él, como hijo, no podía permitir esos abusos. Los judíos le dicen que vale, pero que primero justifique su poder para legitimar su acción. Y comienza un pequeño diálogo donde usando las mismas palabras aluden a realidades diferentes. Jesús se refiere a su cuerpo, ellos creen que decía que podría destruir y volver a levantar un templo de piedra que costó años y años en construirse. Jesús no sólo se declara hijo del Padre, sino verdadero templo donde reside. ¿No es para acabar mal? De hecho él lo barrunta: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré”. Muerte y Resurrección.
Y cuando alguien que consideramos paciente y bueno se indigna, para justificar lo negativo del enfado decimos: “¡Cómo tendría que estar o qué le habrán hecho para reaccionar así!”. Sin darle más vueltas: “Jesús se indignó, se enfadó”. O sea, ¿hizo algo malo? ¿O lo realmente malo es no indignarse nunca? La indignación brota cuando algo, por mucha apariencia incluso sagrada que pudiera tener, atenta contra lo más elemental de la dignidad humana. Para ello es necesario tener consciencia de la valla de todo ser humano; de que cada persona es un hijo del Padre y un templo de Dios.
La indignación está llamada a convertirse en un “signo”; y para ello debe exteriorizarse, transformarse en “numerito”. Y, claro está, eso señala, desinstala y expone. En la sociedad de lo políticamente correcto, donde no queremos muchos líos y pensamos que lo propio es que cada cual aguante su vela no entran ganas de indignarse.
Es curioso, muchos pensamos que convertirnos es apaciguar nuestros sentimientos, vivir con tal paz interna que podamos encajar con todos y en cualquier sitio, limar determinadas asperezas y llevarme bien con todo el mundo. Y, sin embargo, Jesús con sus enfados viene a prendernos fuego por dentro, a convertir nuestra paz en movimiento, a dejar que la dignidad de cada ser humano entre en mi corazón, a desterrar nuestra insensibilidad anodina, a despertar nuestras entrañas ante el dolor, a darnos valentía para ser signo de contradicción, a arriesgarnos a ser destruidos con la esperanza de que el siempre levanta. Quizás algún día muchos de nosotros vayamos a confesar y, en vez de pedir perdón por nuestros enfados, digamos: “Padre, perdóneme, porque tuve que haber reaccionado y no me he indignado”.