HOMILÍA DOMINGO XV T.O-B
Siempre vamos tan deprisa que difícilmente tenemos tiempo para pararnos, contactar con nosotros mismos y pensar las cosas más triviales o más trascendentes. Son muchos los que devoran acontecimientos, los que nos dedicamos a solventar urgencias sin preguntarnos qué hacemos, qué queremos y hacia dónde elegimos encauzar nuestra vida. Y al final de nuestra existencia nos damos cuenta de que hemos pasado por ella sin que ella haya pasado por nosotros. En las cuestiones de la fe pasa lo mismo. Quizás la vivamos sintiéndonos satisfechos o no en función del cumplimiento de lo estipulado; pidiéndole que nos procure bienestar psicológico y espiritual; buscando en ella algo de sentido para cuando los días aprietan; y agradeciendo un poco de compromiso que nos deje satisfechos. La incorporamos al igual que cualquier órgano de nuestro cuerpo que, si no duele, casi que no existe.
Pero, ¿vamos a hacernos preguntas? ¿Cuántos cristianos se marcharán a la casa del Padre sin haberse sentido enviados, sin conciencia de haber recibido una misión en nombre de Jesús? ¿Y qué significa ello? Hoy se nos practica una PCR para ver si estamos contagiados del COVID. Uno de los síntomas de madurez espiritual es sentirnos llamados a una misión. Si nos realizaran una prueba evangélica, ¿daríamos positivo? Pero lo realmente importante es que vivamos de tal manera en proceso que un día, ojalá más temprano que tarde, podamos hacer nuestras las palabras del evangelio: “En aquel tiempo Jesús llamó a los Doce y los fue enviando…”. Clarificar algunos aspectos nos puede ayudar.
Cuando pensamos en eso de la misión nos agobiamos imaginando añadir algo más a lo muchísimo que ya tenemos. Y es cierto que el Evangelio nos lleva muchas veces a intensificar nuestra vida añadiendo compromisos. Todos hemos tenido la experiencia de hacer que quepa en la agenda algo que nos resultaba interesante. Pero la misión no sólo hace referencia a algo más que hacer, sino a una nueva manera de hacer lo mucho que ya tenemos entre manos. Misión es cualquier lugar o actividad realizada al modo de Jesús. Ser enviado a la misión es “estar en misión” en la puerta del cole, en la fila de la sucursal bancaria, corrigiendo exámenes, o llevando a cabo un proyecto de acción social.
Sentirse enviado es vivir con la conciencia de que Alguien, que te ha dado mucho, te pide un favor, te acompaña en la tarea y te regala a otros para que la podáis realizar en equipo. Por ello, reavivas la consciencia de que, aunque solo estés cambiando el pañal del bebé, se te ha llamado a construir Reino con ese gesto sencillo; Él se encuentra en ti dando sentido y valor universal al pequeño gesto; y lo realizas sintiéndote parte del cuerpo de la Iglesia donde, desde el amor con el que haces la tarea, eres el corazón.
El sello del enviado/a siempre es la austeridad y la pobreza de vida. Es el signo de la autenticidad apostólica. Porque, ¿con qué autoridad pudiéramos hablar si nuestra vida no refleja sensibilidad y compromiso con los más pobres de la tierra? ¿Cómo la proximidad del Dios que ama se podría anunciar por parte de aquellos que no llevan las marcas del compartir los gozos y las esperanzas de los hombres y mujeres? Y no sólo es ir como sin “alforja, dinero o alimento” material, sino con la pobreza humana y la fragilidad que nos caracteriza. Es ir con todo nuestro saber, elocuencia o recursos pero habiendo experimentado que la fuerza no está en ellos; ya que desde muchas carencias conscienciadas, trascendidas y confiadas Dios ha actuado con su fuerza liberadora.