Hoy celebramos la Solemnidad de Todos los Santos, de todos aquellos que siguieron con radicalidad a Jesús en las circunstancias que les tocó vivir; de los que dieron una respuesta llena de fe, esperanza y caridad, en medio de sus fragilidades, a las situaciones que atravesaron en sus tiempos y en sus lugares. Son los santos declarados oficialmente como tales, o aquella mayoría que permanecerá en el anonimato; son los santos ya fallecidos y que vemos sus imágenes en los altares, o esos que siguen viviendo a tu lado como humildes prolongaciones de la presencia de Jesús en lo cotidiano de la vida.
Y en esta solemnidad la liturgia nos regala el texto de las Bienaventuranzas del evangelista Mateo. Jesús se encuentra entre la masa de gente, codo a codo con las historias concretas de cada uno de esos hombres y mujeres que acudían a él. Y subiendo a la montaña se hizo cargo de ellos, los atendió, se ocupó de lo concreto de sus personas, se sentó para dedicarse a los que tenía por delante. Y lo hace dirigiéndoles la palabra. Una palabra que conecta con los anhelos más profundos que albergan sus corazones. Les va a ofrecer una propuesta de felicidad, unas “bienaventuranzas”, pero van a ser genuinas. Tanto que son contradictorias con las ofertas de felicidad imperantes. A la falda de ese monte estaban los buscadores, los insatisfechos, los anhelantes, los que no estaban saciados. Y a todos los declara felices en sus carencias porque Dios estaba con ellos. La felicidad que proclamaba era ese Dios que ofrecía una promesa y que estaba presente en sus anhelos buscados y aún no encontrados.
Situaciones que pudieran amargar la existencia Jesús las declara como puertas hacia Dios, hacia la felicidad. Una felicidad demorada, no actual, sino en promesa. Les estaba dirigiendo la palabra a los que buscaban desde sus pobrezas: a los se vivían pobres necesitados y no autosuficientes; a los que preferían responder con la mansedumbre ante los ataques; a los que en la vida les tocó el llanto y no el éxito; a los que preferían tener hambre y sed de justicia a ser insensibles; a los que optaban por salir de sí mismo para complicarse sintiendo las miserias de los otros; a los que en un mundo turbio optaban por vivir con limpieza de corazón; a los que eran artesanos de la paz frente a los especialistas de la violencia; a los que por él eran perseguidos e injuriados. Pero esas propuestas de felicidad no eran mágicas. Las bienaventuranzas sólo eran el comienzo de un discurso donde Jesús les iba a presentar su propuesta de vida. La felicidad que él proponía no era fruto de una acción puntual y mágica, sino de una transformación de vida. Jesús no les proponía una felicidad espontánea, sino una metamorfosis de la existencia que daría sentido al llanto, la pobreza o la persecución.
Pero, ¿qué hacer hasta que la promesa de felicidad sea actual y real? Necesitamos poner los ojos en nuestros testigos, ¿qué hicieron ellos? Ellos vivieron de fe. Fe en la paternidad/maternidad escondida y silenciosa de Dios que los cuidaba con sabor a ausencia. Fe que les lanzaba a una lucha confiada, a una responsabilidad en abandono. Fe que les hacía oler la presencia luminosa del misterio en medio de las oscuridades. Ellos vivían en esperanza. Una esperanza que explicaba el porqué de su aguante, de su resistencia y de su resiliencia. Ellos vivían en caridad. Una caridad que les llevaba a amar sus pobrezas y sus fragilidades, a mirarlas como Dios las miraba. Una pobreza que los lanzaba a amar desde sus pobrezas, a amar como hermanos necesitados también de amor. A amar a los más pobres, a los más vulnerables, a aquellos que tienen motivos para no estar alegres, a los malaventurados de la existencia.