Es posible que a través de las redes sociales hayáis recibido algunos vídeos de determinados países asiáticos. En ellos se ven miles de personas en perfecta formación que desfilan con una precisión tal que maravilla por su sincronizada disciplina. A algunos, o a todos en ocasiones, nos gustaría que nuestra Iglesia fuese así. Pero la realidad es que se parece más a una manada de caballos libres que avanzan en armónica desarmonía, y llevando todos una misma dirección y sentido, está el grueso central y los indisciplinados que se descuelgan por ambos extremos. Y así nos encontramos conque, de igual manera, uno puede sentirse llamado a situarse en la sociedad como aceite en medio del agua; y otros, con la misma convicción, como levadura en la masa. Los primeros defienden la separación del diferente que facilita la lucha y la conversión. Los segundos, por el contrario, necesitan la proximidad para que la fuerza evangélica produzca sus efectos.
Pongamos un ejemplo de la vivencia del Evangelio como fermento en el corazón de la masa. El seguidor de Jesús sabe del poder del dinero, e intenta ser consciente de cómo él, y la sociedad en la que vive, se relaciona con lo monetario. Percibe cómo lo material tiene inclinación a convertirse en un absoluto, con lo cual todo giraría en torno a él. Y a niveles personales siente la inclinación de almacenar para sentir seguridad, de tener para poder gastar, de poseer para tener cierto poder. Pero también es testigo de las consecuencias que tiene organizar una sociedad desde el criterio del dinero. Y experimenta que es cierto lo de que “vales en función de lo que tienes”; de que no eres relevante si tu cuenta bancaria es escasa. O que es flagrante la muy pésima distribución de los bienes de nuestra casa común; que, siendo normal el despilfarro en algunos lugares, es generalizada la carestía vergonzante en otros. Y aunque no entienda de economía, percibe cómo las políticas, cuando se prioriza el dinero, la bolsa o los mercados, siempre favorecen a los que más seguros están y dejan al margen al que no puede invertir. Cuando el dinero se convierte en absoluto, en “dios”, cuando lo material se idolatra, ¡pobre ser humano!
Entonces el fermento, que está piel con piel con la masa, no se siente diferente, ni extraño, ni mejor. Él mismo experimenta el poder idolátrico del dinero, lo siente en su corazón y en su mente. Pero, al mismo tiempo, siente una fuerza espiritual en su interior que lo hace ser “célula sana” en medio de un cuerpo infectado. El fermento ha recibido una propuesta evangelizadora: humanizar la vida, humanizando su relación con lo material. En medio de ambigüedades ha decidido servir a Dios y poner al servicio de él y los hermanos el dinero. Sabe que si es fiel en lo poco que representa lo que pasa, podrá poner su corazón en lo que realmente vale y permanece.
Hermanado con la masa en la que vive, con alegría y humildad, comienza a desplegar la fuerza evangélica interna siendo alternativa. Frente a la cultura del descarte y el despilfarro, vive la cultura de la austeridad. Se compra lo que se necesita con la convicción de que se necesita poco para vivir. Se tira lo que no sirve de manera que pueda servir, pero con la certeza de que mucho de lo tirado podría ser reutilizado. Frente a la seguridad compulsiva que nos hace almacenar sin mesura y cerrar las puertas y fronteras, vive en una pacífica y confiada propuesta de que no pasa nada si se comparte o se acoge. Frente a un mirar con emoción pasajera a los necesitados del mundo, da pasos concretos y reales en el inacabable camino del compromiso y la solidaridad. Frente a una mesa abundante de unos pocos, opta por una mesa pobre y austera llena de hermanos.