¡Cuánto miedo da el miedo! Sólo pensar en la posibilidad de tenerlo nos lo provoca. Le tenemos miedo al mismo miedo. Y es curioso que los peores provienen de posibilidades de riesgos que sólo existen en nuestra cabeza. El miedo siempre nos acompaña: puede ser compañero habitual en el camino de nuestra vida o visitante puntual incómodo e inoportuno. Puede campar a sus anchas por nuestra mente o estar agazapado en los rincones de nuestro corazón. El miedo atenaza, hiela la sangre, nos quita el aire vital, nos paraliza con su fuego frío.
Y ante tal potencia del miedo, en el evangelio de hoy Jesús repite tres veces: “No tengáis miedo”. Se dirige a sus discípulos. Siente compasión de la gente, les duele verlos empobrecidos, víctimas inocentes de los que tienen el poder político y religioso. Hasta el mismo Templo se aprovecha de aquellos a quienes debiera cuidar y liberar. Y decide hablarles del proyecto que Dios Padre tiene para todos ellos, quiere anunciarles el Reino de Dios. Para ello necesita a otros que le ayuden. Pero quiere enviarles advertidos de la realidad. Si hablan de lo que él habla, como él serán perseguidos. El dejar de ser simpáticos y agradables sólo es el comienzo del comienzo. La opinión pública irá contra ellos; tendrán que soportar la presión de ser diferentes, minoría y criticados. Al convertirse en una amenaza para la vida de algunos empezarán a experimentar el riesgo, la incertidumbre. Y como la posibilidad de que ocurra algo es bastante probable, conocerán el miedo. Con él llega la tentación: la de callarse, la de arredrarse, la de dejar de decir lo que hay que decir; o la de dejarse llevar por el miedo y la angustia. Él los llama a compartir la misión, les advierte con realismo de los peligros que entraña, y les cuenta el secreto para no ceder ante el miedo: la confianza en el Padre. Para Jesús no hay nada, por insignificante que fuera, que no cuente con el cuidado de Dios. Les pone el ejemplo de los gorriones o de los cabellos. Ni uno de éstos cae sin la aprobación del que los cuida. Ellos también pueden caer, pero sólo su cuerpo; lo más profundo y permanente siempre estará cuidado y protegido por el Padre Dios.
Hoy Jesús, a través del Evangelio, nos vuelve a decir: “No tengáis miedo”, “No tengáis miedo”, “No tengáis miedo”. Y sigue hablándonos del cuidado de Dios. Son muchos los factores que pueden tocar el cuerpo de tu seguridad y tranquilidad: la enfermedad, el desamor, el conflicto laboral, la violencia, la inestabilidad política o social… La capacidad de destrucción puede torturarnos, pero tiene un límite que no puede traspasar. La enfermedad pudiera parar tu corazón, pero no arrebatarte la Vida. La violencia podrá aterrarte y aniquilarte, pero siempre habrá justicia. El paro podrá humillarte, pero nunca robarte tu dignidad. Ante Dios siempre vivirás, él te hará justicia y serás digno ante sus ojos.
Y también hoy Jesús sigue dirigiéndose a sus discípulos para que compartan su misión. Muchos no se darán por aludidos, ya tienen bastante con asegurar su vida a base de fe. Otros convierten sus situaciones sufrientes en motivos de testimonio humilde, en ocasiones para vivir de esperanza y confianza. Jesús alienta a los que están pensándose no decir nada por los problemas que les pueda acarrear sus palabras. Y de forma misteriosa y espiritual infunde valentía a los que profesan su fe y luchan por la justicia con riesgo real para su propia integridad. La gente está asustada, camina sobre el agua de la inseguridad, de la falta de futuro, del no encontrar sentido ni propósitos que alienten sus días. Y nosotros tenemos una experiencia que ofrecerles: la de un Padre que nos cuida, que nos sostiene en el mar de nuestras angustias. Hoy, más que nunca, se hace necesario este mensaje: “No tengáis miedo”.