Parroquia

La Santísima Trinidad (Málaga)

Homilía del Domingo

Pasión de madre

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Pasión de madre

Como todos los viernes Julio agarró su patinete y salió de casa camino a la Universidad. Y, como siempre, los viernes iba un poco justo de tiempo porque los jueves siempre quedaba con sus amigos para tomar algo. Se lavaba la cara, se vestía, cogía la mochila y a volar. Precisamente por eso discutió con su madre antes de salir, por la velocidad con la que iba con el dichoso vehículo. Ese día no hubo besos de despedida, sino reproches y malas caras. Pasado el enfado la vida se empeñaba en seguir su curso. Yolanda, su madre, trabajaba limpiando. Esa mañana, como un viernes cualquiera, le tocaba la farmacia de D. Francisco. Estaba terminando de fregar el escalón de fuera cuando le sonó el móvil. Poco después estaba en urgencias del hospital. Las primeras horas fueron muy críticas y, además, las últimas. Julio no pudo superar las lesiones sufridas en el accidente.

Yolanda sentía tanto dolor que no sentía nada. Después del primer impacto todo aconteció como una cadena de tareas automatizadas: atender al señor del seguro, acordar el traslado, subir en el taxi, ocupar la sala del cementerio asignada… Poco a poco fue llegando la gente. Muchos pésames eran protocolarios, algunos se vivían entre abrazos y llantos de desconsuelo. Y así pasaron las horas, sentada en el sofá, dejándose consolar por lo vecinos, tomando un poquito de café que le traían del bar y recordando viejos tiempos con los conocidos. Entrada la noche sólo quedaban los más allegados.

Dejada de caer en el cómodo sofá de la sala contemplaba el féretro en el que se encontraba el cuerpo de su hijo. Nunca pensó que una caja de madera fuera a ser su cruz. ¡Cuánto le hubiese gustado estar allí dentro en lugar de Julio! Pero la realidad la obligaba a estar clavada a esa cruz que le estaba quitando la vida sin derramar una sola gota de sangre. Con la cabeza ladeada y los ojos hundidos por el llanto y el cansancio, miraba a su hijo mientras se preguntaba: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. No era una mujer muy practicante, pero sí de un natural religioso. En esos momentos de tragedia insospechados sentía cómo el Dios de sus padres y abuelos la sostenía al tiempo que parecía que no estaba. Entre cabezadas y sollozos recordaba momentos vividos con Julio. Y sin permitir la entrada a una culpabilidad que forzaba la puerta de su mente y su corazón apartaba sus pensamientos de la discusión que tuvieron como despedida. “Ahí tienes a tu hijo; ahí tienes a tu hijo”, le decía a ese Dios de su infancia en el que, de vez en cuando, encontraba cierto consuelo.

Sería medianoche cuando se despertó con la boca seca. Su vecina era una de las que velaban con ella. “Tengo sed”, le dijo. Y echando un poco de agua de la botella en un vaso de plástico se la dio. Ella, probando el agua, no siguió bebiendo. Tenía sed de agua, sed de algo que le había sido arrebatado, sed de un anhelo propio de todo ser humano, sed que torturaba y que, si podía ser saciada, era solo en la fuente de Dios. De un Dios al que había decidido rendirse sin entender del todo. Ya no le quedaban fuerzas, solo podía descansar en sus manos: “A tus manos me encomiendo”.

Cuando por la mañana acabó la Misa se llevaron el féretro para la incineración. Acercándose a él cogió algunas flores, se llevó su mano a los labios y tocando la caja le dio el último beso a su hijo. Y viendo cómo se alejaba pensaba que todo estaba cumplido. Y dando un fuerte suspiro, exhaló su espíritu. La caja ya no estaba, la cruz se mantenía. ¿Cuándo podría experimentar lo santo de cualquier viernes de pasión?

Pepe Ruiz Córdoba

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