HOMILÍA DOMINGO IV T.O-A (29 enero 2023) Mt 5, 1-12
Para acceder a Jesús el mejor de los medios que tenemos son los evangelios. Cuando se leen con fe contemplativa, acogiendo lo que de ellos ha dicho nuestra familia la Iglesia a lo largo de los siglos y ayudados por lo que nos aportan las ciencias complementarias entramos en comunión con la Palabra que se hizo carne, que acampó entre nosotros, y que nos acompañará hasta el fin del mundo. Pero -siempre hay un pero- dicen lo que dicen, y no lo que nos gustaría que dijeran. Hoy el evangelio nos ofrece las Bienaventuranzas, una entrada magnífica al Sermón del Monte. ¿Cómo prepararía Jesús estas palabras que después el evangelista las ordenó y les dio forma? Aceptando la limitación de la pregunta, ¿cómo sería el proceso de elaboración que Jesús siguió para hacer el sermón? Pues, como os decía, estas cuestiones tan interesantes no las podemos encontrar en el evangelio. Pero podemos echarle un poco de imaginación, ¿no? El Papa nos ha dicho a los curas que las homilías son tan importantes que deben ser preparadas para decir lo necesario en poco tiempo. Y no se puede hacer de prisa y corriendo, sino que tienes que leer las lecturas, contemplarlas y meditarlas, amasarlas en lo profundo del corazón con la vida, las circunstancias y los rostros de la gente con las que convives y a las que vas a hablar. Pues algo así debió ocurrirle a Jesús, creo yo.
Nos lo imaginamos viviendo la vida, yendo de aquí para allá, mirando la realidad como él la contemplaba, escuchando con el corazón, dejándose afectar por cada encuentro que tenía. Y con todo ello se iba a esos momentos y espacios donde hablaba íntimamente con su Padre. Allí le hablaba de lo que había vivido, de lo rezado en la sinagoga, de lo que bullía dentro de sí. Se daba cuenta que aquellos que escuchaban con mayor receptividad sus palabras eran los pobres o los que lloraban por algún motivo o eran perseguidos por vivir según sus convicciones. Y había actitudes ante la vida que disponían a acoger el mensaje del Reino: los que eran misericordiosos, o los que tenían un corazón limpio, o los que reaccionaban de forma no violenta. Y eso lo amasaba con el silencio de la escucha y dejaba el tiempo necesario para que en la pasividad de la oración todo fuera fermentando. Y de ahí nacían conclusiones, convicciones, homilías, sermones.
Un buen día, en la falda de un monte, la gente lo escuchaba. Había llegado el momento del sermón. Y de su boca salió una frase fruto de todo lo «rumiado»: «Bienaventurados los pobres en el espíritu porque de ellos es el reino de los cielos». Porque estaba convencido que esa infame pobreza convertía al que la sufría en favorito ante su Padre Dios. O «bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados». Y es que él mismo había tenido la experiencia de cómo esos ojos que derramaban lágrimas se abrían ante la Buena Nueva del Reino. O «bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia» al ver gente buena que estaba en sintonía con las entrañas misericordiosas de Dios. Hay situaciones difíciles, hay buenas actitudes que acarrean problemas, pero los que las sufren o las padecen tienen la suerte, la dicha o la bienaventuranza de que los dispone para acceder al Reino.
Por eso, Pablo cuando se miraba y contemplaba a la comunidad de Corinto se daba cuenta que estaba constituida en debilidad. Allí estaban los «pobretones» y los «llorones» de turno. Los que tenían la bienaventuranza de tener una situación, en ocasiones durísima, pero que los hacía receptivos a Dios. Y no me digáis que cuando contemplamos nuestras comunidades y nos contemplamos a nosotros no podríamos
decir lo mismo que el apóstol. Nuestra dicha está en que aquello que nos hacía pobre o llorar, esa actitud que tanto problema nos trajo en un sentido, nos permitió acceder al Jesús de las Bienaventuranzas. Muchos ricos y satisfechos, muchos «reidores» de la vida, muchos ajenos a la misericordia o con miradas no tan limpias experimentan otras felicidades que no dejan hueco para Dios.
Y a ti, ¿qué llanto o pobreza has tenido o tienes la bienaventuranza de padecer y que te haya acercado a Dios? Tus lágrimas o tus carencias te han llevado a la fe. ¡Benditas, dichosas, bienaventuradas lágrimas y carencias! Pero esto sólo es el principio de un largo proceso que te va a llevar a darle mucha importancia a las lágrimas y carencias tuyas, pero -y siempre hay un pero- sobre todo de los demás.
Pepe Ruiz Córdoba