Para una madre la enfermedad más dura no es la propia, sino la de su hijo/a. Por eso, la mujer del evangelio de hoy era digna de compasión (“Ten compasión de mí”). En esta situación le da igual todos los convencionalismos sociales: si ella, mujer cananea, tiene que pedir un favor a un judío que parece que hace milagros, lo pide; si tiene que gritar para llamar la atención, no le importa. Tan es así, que los discípulos, llenos de vergüenza, interceden por ella ante Jesús (“Atiéndela, que viene detrás chillando”). Pero Jesús parece tener claro lo que se le ha encomendado (“Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”). Ella no tiene nada que perder. Les da alcance, se postra, les corta el camino: “Señor, socórreme”. Jesús vuelve a dejar claro lo que se le ha mandado: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. ¿Perros? ¿Perritos? Está bien, acepta su condición de extranjera; pero desde su más profunda necesidad apela a las entrañas de misericordia de Jesús (“Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”). ¿Qué ha ocurrido? Según lo que dicen algunos autores me gusta pensar que una mujer extranjera, desde una experiencia profunda de fe, amplía la consciencia de Jesús y su misión. Esa pobre mujer, casi enloquecida de dolor, es mediación para que afiance la universalidad de su misión. El plan de Dios tiene como objetivo prioritario al ser humano, más allá de cualquier otra consideración.
No es fácil ser “mujer cananea”. Es bastante común vivir situaciones que nos convierten en objeto de compasión; momentos en los cuales nos encontramos desesperados; circunstancias que nos hacen rozar la locura; periodos en los que ansiamos la muerte como momento de liberación y descanso; límites en los que tirando la toalla desistimos de vivir y luchar. Pero ser “mujer cananea” es haber visitado todos los lugares anteriores y haber optado por la esperanza. Una esperanza compuesta de lucha y de abandono. Ser “mujer cananea” es vivir en la lucha de buscar el último recurso, salir a los caminos, gritar sin cansancio, superar los obstáculos. Y, al mismo tiempo, reconocer la condición de criatura necesitada; de estar con dignidad esperando lo que ya no depende de nosotros.
No es fácil ser “Jesús”. No es fácil saberse “hijo amado”; ni tampoco tener un objetivo en la vida y la capacidad para unificarte tanto, que ni un gramo de energía existencial se desvíe del ejercicio de amor. En expresión de San Juan de la Cruz: “Ya no guardo ganado, ni ya tengo otro oficio, que ya sólo en amar es mi ejercicio”. Pero tampoco es tan fácil estar tan convencido de algo y, al mismo tiempo, estar tan abierto a lo nuevo, a lo diferente, al cambio. La convicción de Jesús es tan fuerte y tan sana que cabe la posibilidad de la duda y del cambio sin que sea visto como amenaza. Y, además de todo esto, es muy difícil estar abierto al diferente que, por otro lado, se te dice que es inferior a ti. Jesús pone en jaque sus planteamientos por la palabra dicha por una mujer extranjera. La considera tan en igualdad que da un valor imponente a lo que dice. Por último, es muy difícil ser Jesús porque es muy complicado mantener el equilibrio: o despreciamos todo tipo de ley y norma para convertirnos nosotros en fuerte de ellas; o nos agarramos a ella para, desde nuestros miedos y vulnerabilidades, evitarnos la difícil tarea del discernir y decidir. Porque sin una mínima ética nunca podremos considerar al ser humano; y nunca la ley de Dios podrá estar al margen del ser humano. No es fácil estar dispuesto, como Jesús, a dar la vida por ser fiel a la voluntad de Dios y, al mismo tiempo, ir más allá de lo que algunos, en contra del ser humano, llamaban ley.