¡Qué miedo da el miedo! Y ellos por él estaban como muertos. ¿Dónde iban a ir? ¡Eran galileos! ¿Cómo salir a la calle después de lo que habían hecho a Jesús? ¡Miedo! Ese sentimiento que encoge el cuerpo, confunde la mente y congela el alma. Mejor estar encerrados con las puertas bien echadas. Encerrados para sobrevivir en la creencia de que no había salida en algo que nunca acabaría.
Y en esa situación tienen la experiencia del Resucitado. Él “atraviesa” las puertas de su terror y les dice: “Paz a vosotros”. Esa paz que caracterizaba a Jesús en su vida y en su pasión, es la que se les ofrecía. Sintieron cómo el invierno pasaba y llegaba la primavera a sus corazones; cómo los nubarrones del miedo dejaban un claro para que les llegara un rayo de fortaleza y esperanza. Era necesario abrir las puertas para continuar la misión que el Padre había encomendado a Jesús, y que ahora, era la suya. Para ello necesitarían al Espíritu: para abrirles el entendimiento, para alentar su sentido, para insuflar su valentía y audacia.
Pero no todos estaban. Tomás, ¿qué estaría haciendo? No lo sabemos; pero era lógico que se estuviera buscando la vida. Había que empezar de nuevo, ¿no? Tomás era el hombre desencantado, asustado, presionado por la situación. Ya había sufrido mucho como para hacer caso de lo que dicen que habían visto. La vida le había dado un palo tal que volver a creer en Jesús necesitaba verificación.
Días después se vuelve a repetir la escena. Tomás estaba allí. Jesús lo mira y se hace cargo de su situación. Delante tiene a un hombre roto y descreído; aquel que llegó a animar al grupo a acompañar a Jesús a casa de Lázaro aunque tuvieran que morir. El Resucitado empatiza con aquello que Tomás vive, se da cuenta que necesita tocar. Y le ofrece sus manos y su costado. De nuevo, la misericordia de Jesús es la que recompone a la persona. En vida, su entrañable misericordia, levantó a la pecadora, curó a los enfermos, integró a los excluidos y admitió en su mesa a los indeseados. Ahora, esa misma misericordia, es la que se abaja a Tomás para que éste pueda dar un paso más: el de creer sin ver. “Señor mío y Dios mío”. ¡Qué gran credo en tan pocas palabras! Como diría el Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos”. Y en palabras del apóstol Pedro: “No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de nuestra fe: nuestra propia salvación”.
Al Jesús de entrañas de misericordia le presentamos nuestros miedos y nuestras puertas cerradas. Y como comunidad creyente, presentamos las de la humanidad entera. Nosotros somos los asustados, los desencantados, los encerrados en nuestros miedos o en nuestro pueril orgullo y autosuficiencia. Como Tomás no nos sentimos reprochados en nuestra falta de fe, sino auxiliados por el Misericordioso que se asoma a nuestra existencia y nos dice: «Paz a vosotros”. Y nos da en su Espíritu lo que nos hace falta en cada momento para, no sólo no caer hundidos bajo la presión de nuestros miedos, sino para convertirnos en testigos de la Vida. Y apoyados y alentados los unos por los otros, como comunidad de pobres itinerantes, podemos decir “Señor mío y Dios mío”. Y se nos regala la misión de abrir sin miedo nuestras puertas para que otros, como Tomás en su momento, puedan reconocer al que tanto anhelaban en sus mismas resistencias.