“En aquel tiempo el pueblo estaba expectante”, así comienza el evangelio de hoy. La gente, que sufría la situación que estaba viviendo, necesitaba una esperanza, una salida de liberación. Y cuando aparece ese hombre del desierto, Juan El Bautista, vuelven los ojos hacia él. “¿Será él el que nos libere? ¿Será el Mesías que tantas generaciones han esperado y que ahora tanto necesitamos?”
Juan bautizaba en el Jordán. Él, ante el mundo roto en el que vivía, invitaba al cambio, a la conversión, a preparar el camino de Aquel que podía poner orden en el caos, luz en la tiniebla y vida en tanta muerte. Y ese cambio interior lo simbolizaba en el gesto sencillo del bautismo. Ser bautizado por Juan significaba que entendías que un cambio del mundo pasaba por una conversión sincera del corazón.
Pero Juan era lo suficientemente lúcido y profundo para saber el lugar que ocupaba en esta historia. Su papel era secundario. No era él el novio, sino el amigo del novio. Él sólo bautizaba con agua. Vendría alguien que trajera un bautismo que realmente cambiara, convirtiera, transformara e hiciera nacer de nuevo. Él sentía que ni siquiera era digno de desatarle la correa de las sandalias a aquel que bautizaría con la fuerza del Espíritu Santo.
Y un día, allí estaba él. Sorprendentemente venía a recibir un bautismo que él mismo superaría. Y lo haría sin espectacularidad, sino entre la gente. Jesús se acerca a Juan como uno de tantos, en medio de la masa del pueblo. Y lo que iba a suceder en ese bautismo de agua es como si fuese un adelanto de algo que estaba por venir, de otro bautismo de sangre. Conforme Juan sumergía a Jesús en las aguas del Jordán ya se estaba augurando que se sumergiría en la muerte y la oscuridad de la cruz. Y al ver cómo Jesús resurgía de entre las aguas del río, aquello era como una fotografía del Jesús Resucitado vencedor del mal, del sufrimiento y de la muerte.
Por ello, conforme Jesús se acercaba al río es como si fuese hacia otra cosa. Se acercaba a ser bautizado, pero en ese gesto estaba diciendo que aceptaba lo que hiciera falta con tal de llevar a cabo el proyecto de su Padre, el Reino. Se bautizaba para decir que aceptaría hasta el bautismo de su muerte. Y en esa experiencia profunda se sintió Hijo Amado de Dios. En toda esta historia que comenzaba en el bautismo de Juan y acabaría en el bautismo de su muerte y resurrección, había algo que lo sostenía por encima de todo: el amor de su Padre. Él experimentaba cómo Dios se complacía sosteniéndolo con su mirada; alentándolo en su lucha; dándole la fuerza del Espíritu. Jesús en su tarea del Reino se sentía empapado, ungido por la presencia del Espíritu. Ese Espíritu que lo convertiría en promesa hecha realidad cada vez que enseñaba, o curaba a los enfermos, o comía con los pecadores.
Y un día tus padres te llevaron a que “te echaran el agua”. Tú no te enteraste, y lo mismo tampoco los que te llevaban. Pero en ese gesto sencillo ocurrió mucho. Tu bautismo te unió al bautismo de Jesús. La fuerza liberadora de la Muerte y la Resurrección te liberó de tal manera que volviste a nacer. Comenzaste a ser una criatura nueva, proyectada según el modelo de Jesús. Cuando te mojaron la cabecita eras otro Cristo, un cristiano. Y por delante te quedaba una larga historia de amistad: el ir descubriéndolo en medio de tu crecimiento; el hacerlo tuyo y dejarle lugar en lo más profundo del corazón; él hacer propio su proyecto y sus modos de vivir.