Son muchas las personas que han recibido una noticia impactante; que sin hacer nada les ha tocado en suerte algo que ha truncado sus vidas, les ha llenado de angustia y les han hecho sentir absolutamente perdidos. Nunca podrán olvidar el día ni la hora que le comunicaron el diagnóstico o le dijeron lo ocurrido. Otros pueden seguir sumando intensidad a su horror, porque eso que les tocó los convirtió en unos proscritos de su sociedad, en unos diferentes no deseados, en unos malditos según los cánones del momento. Esta es la situación descrita en el libro del Levítico. La de una persona que con horror descubre cómo le ha salido algo en la piel; de cómo espera el veredicto que le dará la autoridad religiosa; cómo es declarado impuro y condenado a vagar abandonado de la mano de Dios y de los suyos; apartado de todos y de todo porque le ha tocado ser leproso.
Uno de estos, en su desesperación, se salta la Ley y se acerca a Jesús. De rodillas, con profundo respeto, le dice que cree absolutamente en su poder; que si no lo cura no es porque no pueda, sino porque no lo considera oportuno. No sabemos si Jesús sentiría miedo ante el contagio, pero no se aparta. Todo lo contrario, siente compasión. Lo que a otros asusta, a él le atrae; lo que hace llamar a una persona impura a él le anima a actuar de forma cercana. Mientras la mayoría aparta al intocable, él extiende la mano y lo toca. No lo toca superficialmente, ni con prisas, ni fruto de un reflejo espontáneo; sino que lo hace convencido, movido por un sentimiento que le nace de las entrañas. Lo tocó con convencimiento: “Quiero, queda limpio”.
Simbólicamente hablando todos somos algo leprosos. Todos tenemos algo, pequeño o grande, que nos hace sentir impuros. Todos padecemos alguna “lepra” que nos obliga a condenarnos a vivir apartados de nosotros mismos, sin aceptarnos del todo; y temiendo que otros no nos acepten y nos aparten si se enteraran. ¿Cuál es tu “lepra”? Pues eso que, a tu parecer, es motivo de condena y exclusión atrae poderosamente a Jesús. A ti te hace huir de tI mismo/a; pero él extiende su brazo y, de forma deliberadamente compasiva, lo toca. Su mano en nuestra herida la sana. A veces, desaparece; otras, en cambio, permanece para siempre. Pero la lepra ha dejado de ser condena para convertirse en posibilidad.
Sentir la mano de Jesús sobre nuestra herida restituye nuestra dignidad. Porque con ella podemos sentirnos amados en nuestra fragilidad. Ya no sólo no nos aparta, sino que hace posible la cercanía fraterna. Experimentar cómo Jesús se ha acercado y ha tocado nuestra vulnerabilidad ha abierto las exclusas que tenían contenidos torrentes de ternura, empatía y solidaridad. Yo leproso, tocado y sanado, puedo transitar por la vida atrayendo a los excluidos por sus lepras. Mis heridas, que tanto me paralizaron, ahora pueden ser resortes de sensibilidad ante las llagas ajenas.
Mira que le encargó severamente que no se lo dijera a nadie. Pues, nada, le faltó tiempo: lo hizo y con grandes ponderaciones. Porque un tocado por Jesús es un sanado; un sanado se convierte en un testigo; un testigo es una voz. Y aunque no pudiera hablar, hasta sus silencios se convertirían en un testimonio elocuente.
A ti que te consideras leproso/a: deja tocar tu lepra por Jesús; te tocará la lotería.