Hoy en día, como es natural, los autores de las obras son muy celosos de sus creaciones literarias. El “copyright” los defiende de aquellos que quieren hacer un uso inadecuado de su ingenio y trabajo. Pero antes, mucho antes, esto se vivía de forma muy diferente. Por ejemplo, cuando se fueron creando nuestros evangelios era bastante normal que se releyera e interpretara lo que se escribió para enriquecerlo con otras luces del Espíritu. Y lo que empezó por un relato bastante breve terminó convirtiéndose, en manos de autores distintos al primero, en un texto más amplio y con mayor densidad teológica. Como muestra, el evangelio de este domingo.
Para explicarlo echo mano de un ejemplo cercano a todos nosotros. Imaginaos un matrimonio cuyos miembros siguen juntos. No se han separado, pero el tiempo, los quehaceres de la vida, las prisas y los contratiempos lo han desgastado, le han creado costra. Es posible incluso que mantengan un amor comprometido, pero reseco. Frases como “te quiero”, o no existen o suenan a simplemente hechas.
Todas las lecturas de hoy, especialmente nuestro evangelio, nos hablan del amor de Dios. La primera de un amor que hace posible la liberación del pueblo. La segunda de un Dios, tan rico en misericordia, que nos ama con gran amor. Y el evangelio dice así: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. Pero la cuestión es que después de leer todo este caudal de ternura y amor nos podemos quedar fríos. Como ese matrimonio que, sentados juntos en el sofá, después de muchos años de convivencia, viven su relación con distancia, aunque se rocen la piel.
La Cuaresma la podemos plantear como un tiempo de “conversión epidérmica”, de cambiar lo que se ve, incluso mejorando el compromiso, pero sin atender al interior, a las fuentes que motivan el cambio. Es como si el matrimonio, sin más, se comprometiera a sacrificarse viendo más tiempo la televisión juntos para mejorar la relación de pareja. O bien podemos colaborar con el Espíritu creando condiciones de posibilidad para que se reaviven las ascuas del amor. Un día me hablaron de un señor llamado Stemberg. Me contaron su teoría sobre el triángulo del amor, donde defiende que éste está integrado por tres componentes: la intimidad, la pasión y el compromiso. Y agradecido al autor, y a aquellos que me lo presentaron, pensaba en la Cuaresma como un tiempo donde avivar precisamente los componentes del amor.
La Cuaresma como posibilidad de avivar la intimidad. En el ejemplo del matrimonio sería despertar el deseo del encuentro, recuperar la palabra cariñosa y el gesto entrañable. Como seguidores de Jesús el hacer hábito del corazón la conversación con Jesús, al estilo del amigo que habla con su amigo; el acudir a la Palabra con el deseo de dejarnos afectar y modelar por ella; el vivir buscando su presencia en los momentos cotidianos de la jornada. La Cuaresma como posibilidad de avivar la pasión. Así como la pareja huye de la rutina poniendo novedad en el día a día, se nos invita a estar de corazón en cada cosa, a elegir lo que hacemos, a arriesgar en amor y confianza. Cuaresma como tiempo de avivar el compromiso, de estar estando, de estar amando en todo y a todos como respuesta a un Amor que nos precede. Entonces, sólo entonces, cuando allanemos el camino a la primacía del Espíritu podremos construir nuestra vida desde frases como ésta: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. Sin que nos lleven a sentimientos efímeros, ni tampoco nos dejen indiferentes.