De la misma manera que no es lo mismo oír que escuchar, tampoco lo es ver que mirar. Oír es percibir una serie de sonidos a los que, ni les prestamos atención, ni les damos ningún significado. Con el ver pasa lo mismo; podemos hacerlo con mucha nitidez, pero de forma superficial. Sin embargo, mirar es pasar por el corazón todo lo que ha entrado por los ojos.
El evangelio de hoy nos presenta dos ejercicios de la mirada de Jesús. Él no se queda en la superficie de lo que acontece, sino que va a lo hondo, a lo que mueve a hacer lo uno o lo otro.
El primer ejercicio de la mirada lo hace con aquellos que son los dirigentes religiosos de su época: los escribas. Debiendo ser ejemplo para todos, les advierte contra ellos: “¡Cuidado con los escribas!”. Observa cómo algunos de ellos necesitan exhibirse artificialmente: “Les encanta pasearse con amplio ropaje”. Y no les gusta convivir con la gente de igual a igual, sino que se sitúan por encima de ellos: “y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes”. Hasta algunos llegan al extremo de abusar de su condición religiosa para hacer daño a los más indefensos: “y devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos”.
Sin embargo, observa algo que lo llena de admiración, hasta el punto de ponerlo de ejemplo. Resulta que miraba cómo la gente echaba su ofrenda para sostener económicamente el templo. Y veía cómo los ricos echaban bastante. Pero, de pronto, aparece una pobre mujer viuda y deposita unas monedas insignificantes. Le llena de tanta emoción que llama a los discípulos para enseñarles una lección de vida. Y les comenta que esa anónima mujer que, probablemente viviera de lo que mendigara alrededor del templo, ha echado más que nadie. Porque estando necesitada, ha depositado todo lo que tenía para vivir, aunque fuera casi nada. Es decir, ha confiado de tal manera en Dios que se ha desprendido de las mínimas seguridades que tenía.
Mientras los escribas necesitaban llamar la atención de la gente, la viuda vive en el silencio del anonimato. Al contrario que los escribas que buscaban una situación de privilegio social, esta mujer estaba en el último escalafón de la sociedad. Si los maestros de la ley utilizaban a Dios para enriquecerse, la viuda entregaba a Dios todo lo que tenía para vivir porque confiaba en él.
¡Cuántos ejemplos de vida evangélica hay a nuestro alrededor! Y muchos de ellos provienen de personas desconocidas y anónimas. Son gente sencilla que se fía tanto de Dios que van por la vida dando lo que necesitan en su misma necesidad. Como diría el Papa en su Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate, son los “santos de la puerta de al lado”, “la clase media de la santidad”. Y nos dice: “Dejémonos estimular por los signos de santidad que el Señor nos presenta a través de los más humildes miembros de ese pueblo”.
Y es verdad que estimula ver a gente que, en situaciones difíciles de la vida, no se cierran en sí mismas movidas por el miedo o el afán de seguridad; sino que se abren en confianza a Dios esperándolo todo de él. Son aquellos que van por la vida dando todo lo que necesitan para vivir porque saben que sus vidas no depende de lo que tienen.