Era una cena de despedida. Intuía que su final estaba cerca y deseaba despedirse, alentarlos, ofrecerles algo de luz para la oscuridad que se les venía encima.
Aquello que explicaba lo que estaban viviendo era el amor. Porque su Padre Dios amaba entrañablemente a la humanidad. Y por esa entrañable misericordia quiso visitarnos en Jesús, su Hijo Amado. Él era la Palabra hecha carne, el que hacía presente el tiempo de Dios, de la justicia y el perdón. Y ahora estaba allí animándoles a guardar todo lo que les había dicho. Ellos eran los que debían coger el testigo de esta tarea. Como el Padre había enviado a Jesús, ellos ahora eran los depositarios del proyecto del Reino. Y si lo que había sostenido a Jesús era el amor de su Padre, ese mismo amor los sostendría a ellos; porque como el Padre estaba en Jesús, también su amor haría morada en ellos. Toda aquella escena sólo podía explicarse desde el amor.
Quería estar con ellos para despedirse aunque, paradójicamente, no se iría. En esos momentos de oscuridad, miedo y dolor les animaba con la promesa de otra presencia. Una presencia diferente, pero real; aparentemente ausente, pero eficaz. El Espíritu Santo sería su maestro y su memoria, les enseñaría todo y les recordaría todo. Ese Espíritu seguiría el acompañamiento que Jesús había emprendido con cada uno de ellos; su presencia haría realidad la transformación de su sensibilidad; los haría unos hombres nuevos al aire del Espíritu, en la onda del Reino. Les recordaría la misericordia que hacia que Jesús se sentara a la mesa con los pecadores; les recordaría la predilección de Jesús por los más pequeños o su fortaleza en la lucha contra los poderosos. Ahora les tocaba a ellos, pero no irían solos. Por el Espíritu, Jesús y el Padre harían morada en lo más profundo de su ser.
En esa cena quería infundirles paz para que su corazón no temblara ni se acobardara. Pero ni la paz era como normalmente la entiende la gente; y ellos sí que iban a temblar y a sentir miedo. Jesús les prometía una paz diferente a la del mundo. No se refería a una sensación de bienestar psíquico, sino a una realidad que se experimentaba desde niveles más profundos. Era la sensación de que sus vidas tendrían un propósito, un sentido, una finalidad. Y que aunque en ocasiones sintieran cómo les temblaban las piernas y el corazón se les helara de miedo había una presencia que les ayudaría a atravesar esas cañadas tenebrosas, a no abandonar la misión, a permanecer en la tarea y a guardar las palabras de Jesús.
Tres palabras podrían resumir todo lo que hemos dicho: guardar, presencia y paz. En tu vida cotidiana estás invitado a ser portador de una “palabra” convertida en “proyecto”. En el corazón de tu vida ordinaria tú eres levadura en la masa, luz y sal. Estás llamado a contagiar a tus conciudadanos con la esperanza de una promesa. En lo “vulgar” de lo que haces no vas sin norte ni rumbo. Tu vida tiene un porqué, un propósito y un sentido. Con la debilidad del grano de mostaza es posible soñar y esperar que este mundo en el que vives tiene futuro en Dios. Y esto nos da paz. No porque vivamos tranquilos, sino porque hemos encontrado una razón para vivir con intensidad y finalidad incluso lo más sencillo. Y no vivirlo de cualquier manera, sino de forma acompañada. Es vivir sabiendo que fuera, en lo que hago o acontece, nos espera su presencia. Y dentro, en la intimidad más íntima, esa misma presencia va transformando nuestra sensibilidad para ser en él, para movernos como Él y para existir en él.