Hoy en día las ciudades compiten por ver quién tiene la luminaria más imponente y hermosa durante las fiestas de Navidad. Desde casi terminado el verano ya se anuncia la fiesta de invierno: la lotería, la publicidad, los comercios, los operarios preparando las luces aún apagadas… La gran maquinaria se dispone a celebrar, ¿qué? Celebrar que un día se celebraba la Navidad. Las tiendas adornadas, las calles repletas, las luces encendidas, la música sonando nos recuerda que hace tiempo se celebraba el nacimiento del Niño Dios. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos enfadamos? ¿Protestamos y renegamos de esta sociedad descreída y materialista? ¿Nos erigimos como los más puros, como el resto que vive auténticamente estos días? Puede ser una opción; pero podríamos ensayar otra. Podríamos ensayar el ejercicio de encender y apagar.
“Encender” es salir y disfrutar de todo. Sumérgete en la masa de los que caminan por la calle viendo escaparates. Siéntate a disfrutar de la comida con los tuyos. Déjate llevar por la música de los villancicos.
Pero no te olvides de “apagar”, es decir, de trascender todo lo anterior, de recuperar la candidez y la pobreza de María y José buscando posada; de rememorar el ambiente alegre, austero y silencioso de aquella cueva que vio nacer al Salvador; de recordar la escena de esos hombres rudos que casi ignorantes vinieron a adorar a la criatura; de imaginar las horas muertas y calladas donde esos padres primerizos que, mientras cambiaban los pañales, guardaban en sus corazones la alegría y el miedo, la certeza y el estupor.
Apagar es disfrutar, atravesando las luces navideñas, de la oscuridad que envolvió la encarnación del verbo de Dios. Apagar es gozar del jolgorio navideño dándole tregua para ir al silencio de adoración que impregnaba los alrededores del pesebre. Es mirar con sensatez la opulencia de estos días considerando la vulgaridad de los pañales que sirvieron de señal para identificar al Mesías nacido. Apagar es valorar tantas idas y venidas de estas fiestas parándose a estar a los pies del pesebre adorando y sirviendo como un humilde esclavo.
Apagar es ver las mismas luces, comprar en la misma tienda, comer el mismo turrón y estar de corazón en el Misterio que sustentó estos días. Es sentarse a comer con la familia con la conciencia solidaria de que hay otra más grande con la que me siento o debo sentarme todo el año.
El niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre vino como luz, pero las tinieblas no lo aceptaron. Hoy hay tantas otras luces que dejan a oscuras al Sol que nace de lo alto.¿Qué hacemos? ¿Nos peleamos? Mejor, salgamos con la fuerza de la levadura en la masa, desde abajo, desde dentro, desde cerca; y sin gritar, ni quebrar la caña cascada vayamos como el que sabe apagar para vislumbrar en el silencio de la noche al que acampa entre nosotros.