Pocos días después de celebrar el nacimiento de Jesús vivimos la solemnidad de la Sagrada Familia: Jesús, María y José. El evangelio nos presenta una escena preciosa donde se expresa que ese niño es el esperado de Israel y donde queda clara la fidelidad de María y José a la ley de Moisés.
Simeón era un hombre honrado y piadoso; de esas personas que, alentadas por el Espíritu, esperaban con la certeza de que no quedaría defraudado. Impulsado por el Espíritu fue al templo. En la normalidad de esa pareja joven, que llevaba en brazos al recién nacido, supo ver una novedad. Al fin podía acoger entre sus brazos al Esperado. El sentido de su existencia estaba cumplido, ya podía descansar en paz. Pero el entusiasmo inicial da un quiebro repentino: ese niño, y también su madre, vivirían bajo el signo de la contradicción y el dolor. Aún no se habían recuperado de lo vivido con Simeón cuando sale a su encuentro Ana, una mujer anciana, pobre y viuda que no dejaba de esperar con ayunos y oración. Después de tantos y tantos años, también había encontrado lo que tanto deseaba. Ahora ya no era tiempo de ayuno, sino de acción de gracias, de alegría, de convertir en palabra agradecida todo lo que sentía, de compartir con los que se encontraba que había hallado al liberador que todos deseaban. Y una vez que hubieron cumplido con la Ley, bajaron a Nazaret. Ahora quedaba guardar en el corazón todo lo vivido. Y hacerlo en la cotidianidad de la vida familiar, donde el niño crecía.
Hoy la Iglesia nos invita a fijar la mirada en la Sagrada Familia; también hoy queremos contemplar lo que de sagrado hay en cada familia. Decía el poeta cubano José Martí: “Debes amar el tiempo de los intentos. Debes amar la hora que nunca brilla”. Una vida familiar es perpetuamente el tiempo de los intentos. La historia de cada una de nuestras familias es la historia de personas que, desde sus fragilidades, intentan amarse. Es el intento de cada padre y de cada madre por serlo; es el intento del hijo por ser hijo y hermano; es el intento de uno por ser pareja de otro… Este domingo queremos amar el tiempo de los intentos, de los intentos en cada una de las familias por amarse. Y siendo consciente de la arcilla que constituye nuestras familias queremos dar sinceramente gracias por todo lo vivido en ellas; queremos agradecer cada gesto de cariño envuelto, en ocasiones en delicadezas y, en otros momentos, en torpes intentos; queremos pedir perdón por lo torpe que ha brotado de nuestras limitaciones, por el daño ocasionado por nuestros egoísmos, o por el horror provocado por nuestras atrocidades. Queremos pedir la posibilidad de que todo niño, joven, adulto o anciano pueda vivir acompañado por una familia, pueda experimentar la calidez de sentirse miembro de un intento de proyecto hecho de arcilla y arena.
Pero para no hacer de la familia un exponente de la versión comunitaria del individualismo, queremos llamar familia a los cercanos y lejanos, a los que viven conmigo y los que nunca lo han hecho, a los que sé hasta lo que piensan y a los que ni siquiera conozco. Siendo tres, Jesús, María y José eran familia numerosa, porque era un núcleo familiar nacido para servir a toda la familia de la humanidad. Ellos, como decía el poeta, nos enseñaron que “sólo el amor convierte en milagro el barro”; que sólo el amor hará posible el milagro de nunca dejar de intentar hacer de este mundo una gran familia.