El evangelista Mateo se encuentra con una comunidad que vive momentos difíciles. Se afanan en anunciar la Buena Noticia y se encuentran con reacciones muy dispares. Sueñan con un mundo lleno de lo bueno, pero han de aceptar lo malo. Se sienten comunidad pobre y reducida. Después de tantos años caminando, aún son un grupo pobre, irrelevantes en una sociedad que los engulle e ignora. La realidad les hace cuestionarse. Y Mateo responde a cada una de sus preguntas con una o varias parábolas de Jesús.
Ellos ven que, normalmente, el trigo siempre convive con la cizaña: los cristianos con los fariseos; los que en la comunidad viven el Evangelio con los que lo aceptan mediocremente; los que en este mundo aman la justicia y los que atentan contra ella. Su fantasía reclamaba que todo fuera trigo, la realidad mostraba la cizaña. Ante esta situación cabían dos posturas: arrancar o esperar, desesperar o tener paciencia, negar o convivir. Mateo hace suya la postura de Jesús: hay que dejar que crezcan juntos trigo y cizaña; mientras llega el tiempo de la siega hay un tiempo de posibilidad.
Pero, además, son tan pocos, tan débiles, tan irrelevantes… Ante el majestuoso imperio, ¿quiénes son ellos? ¿Qué pueden hacer? Mateo les responde con dos parábolas de Jesús. Ambas hablan del poder que radica en lo aparentemente pequeño, frágil y no vistoso. Por ejemplo, de la semilla de mostaza nunca saldrá un cedro; pero sí un arbusto, lo suficientemente grande como para que los pájaros aniden en él. De esa minúscula semilla no saldrá un árbol majestuoso; pero sí un humilde arbusto que cumplirá su función. También les dice que la gran masa sucumbe ante el poder fermentador de la levadura; que unos pocos cristianos viviendo radicalmente el evangelio tienen capacidad de transformación.
En nosotros se da la contradicción: nuestro mundo, nuestra Iglesia, nuestras comunidades están llenas de trigo y cizaña. Lo uno convive con lo contrario; la luz va de la mano con la oscuridad. Y en muchas ocasiones nos otorgamos el poder de declararnos trigo y desear arrancar al rival, al que no tiene derecho a ocupar nada de nuestro espacio vital. Pero cabe una alternativa, la de vivir en paciencia, siendo aliados del tiempo, que juega a nuestro favor. La de permanecer en la dulce esperanza de creer en el otro; desde el convencimiento de que esperar es invertir, creer, hacer.
Y en este mundo cada vez somos menos, nuestros privilegios van desapareciendo, donde éramos mayoría hemos de acostumbrarnos a vivir como minoría. Cada vez somos menos relevantes, menos poderosos. Pero esto no es negativo. Lo es cuando interpretamos la situación desde valores lejanos al Evangelio. Una Iglesia frágil puede ser tremendamente vigorosa cuando no le importa ser humilde arbusto de mostaza. Porque lo que le interesa no es ser gran árbol, sino su talante de acogida de los nidos de los pájaros. No somos fuertes cuando tenemos a muchos dentro, sino cuando acogemos al trigo y a la cizaña con la dulce esperanza del poder recreador del amor de Dios. No somos fuertes cuando somos cantidad como la masa, sino cuando nos abrimos al Evangelio y lo vivimos sin comentario. Así, sólo unos cuantos, como Jesús y los suyos, fermentaran la masa, la llenarán de la fragancia del Evangelio.