HOMILÍA DOMINGO XXIV T.O-B (12 septiembre 2021) Mc 8, 27-35
Caminan hacia Cesarea de Filipo. Y en los silencios del camino Jesús va pasando todo lo que ocurre por el corazón. Y de ese rumiar surgen las preguntas: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Y esas preguntas van adquiriendo más proximidad y compromiso: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. La respuesta de Pedro quedó para la posteridad. Se la conoce como la confesión de Cesarea: “Tú eres el Mesías”. Pero, de momento, mejor no decirlo. Antes había que aclarar bien eso de “Mesías” pues había tantas expectativas políticas que no se ajustaban a la realidad que era preferible guardar por ahora el secreto mesiánico. Y qué mejor que comenzar las aclaraciones que con los mismos discípulos. Así les contó que su idea de salvación pasaba por el sufrimiento, al estilo del siervo de Yahvé. La reacción de Pedro confirmó la sospecha de Jesús del peligro de no ser bien entendido. Pedro lo estaba tentando como Satanás. Peor aún, lo hacía con más contundencia: su cercanía, el momento, la intuición del peligro que corría… todo ello le llegaba con fuerza tentadora. A la acción de Pedro le siguió la reacción de Jesús: le dejó claro delante de todos que su sitio era detrás, que debía volver a su posición de discípulo porque aún pensaba como los hombres, no desde la perspectiva de Dios. Y, ¿cuál era esa manera de pensar? El perder es condición para ganar y salvar; la cruz es el distintivo del verdadero Mesías; seguir a Jesús es perder la vida asumiendo y buscando la cruz para recuperarla ganada con creces.
Las preguntas en la Escritura tienen una fuerza de crecimiento increíble. Como ejemplo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Si quisiéramos responder a ella rápidamente lo mismo no encontraríamos palabras. Pero es frecuente que nos salgan frases bellas que no responden a lo que inconscientemente pensamos. Creyéndome lo que respondo en el fondo desconozco lo que verdaderamente pienso de Jesús. De ahí que la pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, está llamada a ser una pregunta de fondo, que se irá desvelando poco a poco conforme nuestra fe vaya madurando. Una pregunta a la que iremos respondiendo según las etapas que vayamos atravesando.
En definitiva, a nosotros nos pasa como a Pedro. Su prontitud en la respuesta era sincera. Realmente se creía que Jesús era el Mesías, pero su imagen no se ajustaba a la realidad del contenido. Se vio con el derecho de adoctrinar al mismo Jesús porque, a su parecer, no estaba en la verdad. De ahí que se le pida que se ponga detrás, que siga en actitud de discípulo, desaprendiendo en la medida que quiera verdaderamente aprender.
Y una de las cuestiones que más nos cuesta modificar es el concepto de ganancia con respecto a Dios. Todos partimos de la fe en un Mesías que nos salva dando. Dios es el que me da confianza y seguridad; el que me ilumina en los momentos de oscuridad; el que me da valor en el tiempo de los miedos; el que ofrece un sentido en las noches del sufrimiento; el que me promete solución al problema de la muerte. Esa es nuestra respuesta a la pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Y, ¿no es cierto todo ello? Sí, tanto como la respuesta de Pedro: “Tú eres el Mesías”. La cuestión es que para llegar allí siempre queremos ahorrarnos un paso fundamental: la decisión del perder para terminar ganando. La vivencia de la fe es un largo proceso para decir “Mesías” en vez de decir “Mesías” (y no me he equivocado). Es un proceso que nos lleva a ver a Dios como salvación, no como solución; a experimentarlo como acompañante “todo amoroso” en vez de mago “todopoderoso”; de Aquel que nos anima a dar vida y no como “seguro” de vida. Y lo nuestro es desaprender y desaprender, poniéndonos detrás en actitud de discípulos.