Los judíos y Jesús viven una controversia, sus intereses son incompatibles y se provoca el conflicto. Ante esta situación crítica y tensa Jesús no se arredra. Su lenguaje es duro, como si quisiera que los pusilánimes no lo siguieran, sino los convencidos. Y partiendo de un signo muy especial para los judíos les explica quién es él y qué ha venido a traer.
El maná era el alimento de supervivencia que Dios dio al pueblo durante el tiempo crítico que duró su travesía por el desierto. Era un alimento perecedero que saciaba temporalmente. Aprovechando este signo, Jesús se presenta como el verdadero maná, como ese alimento que sacia plenamente y que da vida eterna. Para ello, les invita a una comunión íntima, a una intimidad especial con él (“comer su carne y beber su sangre”). Les invita a acogerle como un amigo a un amigo, como el feto y la madre se unen, a amarle y seguirle. Y, de esta manera, vivir desde ya la vida eterna, la comunión profunda con Dios que mora en el castillo interior de toda persona.
Dios en cada ser humano. Era lo que explicaba Jesús cuando acogía a los indeseables, cuando perdonaba a los pecadores, cuando levantaba al caído o cuando decía que se identificaba con todos los humildes hermanos (“conmigo lo hicisteis…”). Dios en cada ser humano y en todo lo que vivan los hombres y mujeres de todos los tiempos. Y si Dios está presente en toda realidad y en cada persona, cada ser humano y cada situación se convierte en un “sagrario”.
En 1246 en Bélgica nace lo que hoy llamamos el día del Corpus Christi. Éste se potencia cuando Nicolás V en Roma procesiona la eucaristía en 1447. Quería que los creyentes la amaran más y creyeran en la presencia real de Jesús en ella. Hoy, después de muchos años, volvemos a celebrar el Corpus. Y por nuestras calles se sigue procesionando la eucaristía, también este año que no podemos celebrar la tradicional procesión. Porque una custodia o un sagrario camina por las calles de nuestras ciudades, barrios o pueblos. Es la presencia de Dios en el interior de cada viandante, de cada persona que vive en sus casas o lucha por sus negocios. Es la presencia de Dios en el corazón de todo lo que le ocurre a un individuo, a una familia, a un bloque, barrio, pueblo o ciudad. Sigue habiendo Corpus, pero sin trono, banda, incienso y sacerdotes revestidos.
Ser devotos de la presencia de Dios en todo y en todos conlleva algo muy oportuno y necesario en los tiempos que corren. Corpus es signo de unidad y fraternidad. Porque si lo que nos configura en lo más hondo es Dios, podemos esperar que es posible la unidad de los seres humanos; que si las diferencias verdaderamente nos anulan, o es mentira lo que decimos o aún nos queda mucho para ser verdaderos creyentes. Y si hay presencias de Dios especialmente intensas, una de ellas es Jesús identificándose con el necesitado. ¿Y si soñáramos con una Iglesia que, en sus diferencias, creyera en la unidad del Dios Padre de todos? ¿Y si siguiéramos soñando con una Iglesia que toda unida fuera a comulgar con Dios en las personas de tantos dolientes?Para ello necesitamos del verdadero maná, comer su carne y beber su sangre, participar de la eucaristía. Pero, ¿cómo son nuestras celebraciones? Termino con un ejemplo: imaginaos que vais a comprar a un supermercado. Pero lo que nos mueve a ir no es la necesidad de un determinado producto, sino el encontraros con la gente. Es raro, ¿verdad? Imaginaos que cuando llegáis, en vez de ir a lo vuestro os sintierais en comunión con todos los que allí están comprando y compartierais vuestra vida. Un tanto raro, ¿no? Y si alguien no pudiera pagar lo que necesita, todos estuvieran dispuestos a colaborar con lo que se le pide en caja. Rarísimo, ¿no es cierto?
Pero, ¿no vamos a veces a la eucaristía con los criterios normales que usamos para ir a un supermercado? Y lo más llamativo, ¡no nos resulta raro!